domingo, 12 de junio de 2011

El artista como hijo único


El pasado jueves y viernes se presentó en Chile el videasta francés Pierrick Sorin. Su espectáculo titulado "22h13" fue una mezcla de performance, teatro y ensayo-abierto-al-público. En él, Nicolas Sansier, un alter ego de Sorin, muestra la vida cotidiana de un artista en lo que parece ser un día común de trabajo en su taller. Recibe mensajes en el contestador, pasa revista a sus memorias y a diferentes y exóticas "obras". A modo de catálogo, el público ve entre otras cosas: un inodoro con cámara y proyección en 3D, una escultura fálica hecha a partir de una baguette que arroja un líquido blanco por un extremo, varios montajes de videos, y pequeñas "piezas" teatrales protagonizadas por el artista, que gracias al video y al montaje, se multiplica en diversos personajes.

Tenía noticias de Sorin gracias a un devedé de una ópera de Rossini. En él, Sorin ofreció su artificio (básicamente, su experiencia como artista audiovisual) para que un director de escena organizara la dramaturgia de la ópera bufa. El resultado es genial. Y por ello, mi expectativa tendía a ser alta, aunque claro, sin desconocer el hecho que en esa puesta en escena un tercero contribuyó a ordenar todo el asunto.

El espectáculo visto acá puede ser calificado como un desfile de todos los artilugios y técnicas que él ha empleado y desarrollado en su carrera. Eso no tiene por qué parecer poco interesante: acudimos como voyeristas al taller del artista (¿sabe él que estamos ahí?), y vemos las condiciones de trabajo y producción de sus "obras de arte". A Otto von Bismarck se le atribuye la frase "Hay dos cosas que la gente nunca debería ver cómo se hacen: las leyes y las salchichas". Quizá con las "obras de arte" ocurra lo mismo: el espectáculo no será necesariamente grato: bloqueos, manías, trancas, divagaciones, y un largo etcétera de episodios que dudosamente se calificarían de arte. En ese nivel, resulta irónico: vemos algo que nadie pagaría por ver.


El segundo aspecto que llama la atención del espectáculo es su carácter solitario. Sorin, que es un tipo guapo y simpático, no actúa aquí, lo que es ciertamente una decepción. Nicolas Sansier, que tiene un cierto parecido, lo protagoniza y resalta, mediante un texto grabado y otras veces recitado, la soledad y autorreferencia del creador. En una de las tantas "muestras", Sansier toma una foto de su cara, y la proyecta sobre su panza, moviendo el ombligo como si fuera la boca. A esto le llama "ombliguismo". Resulta un comentario sobre el proceso creativo, pero también sobre los fines del arte (el artista como un consumidor de reconocimiento social). Y por cierto, es también un comentario sobre todo el espectáculo: onanismo, autorreferencia, y mucho yoísmo. El artista se reconoce hijo único, y, nos dice, por eso necesita silencio y tranquilidad. Claro, lo dice a un público de sesenta personas, y por ello, aunque huela a cierto, resulta falso.

Lo de Sorin tiende a irse por la vertiente de la ironía, con un sentido del humor físico muy en la línea de Buster Keaton: un personaje inmutable acomete situaciones absurdas de las que sale parado dignamente. No hay odio, no hay rencor, no hay resentimiento. En la superficie, es un espectáculo naïf, con momentos de belleza visual (las pinturas que chorrean) y humor inocente (el corto de un calcetín robótico). Pero también tiene algo de crítica al mundillo del arte, en particular a la mercantilización del objeto de arte. Obvio: esa crítica siempre puede ser producto de una sobreintelectualización del espectador. Y sospecho esa es otra crítica que el montaje endosa.