La película Novecento, de Bernardo Bertolucci, inicia con una escena tragicómica: un trabajador jorobado vestido de bufón grita “¡Verdi ha muerto!”. Es 1901 y, al menos nominalmente, el siglo XX ha comenzado. No es este, sin embargo, el inicio cronológico que Alex Ross (1968, Washington DC) eligió para su espléndido libro sobre la música del siglo XX, The Rest is Noise, disponible desde fines del año pasado en castellano como El ruido eterno. Ross eligió un momento casi más opératico aún: el estreno austríaco de Salome de Richard Strauss, en 1906. ¿La razón? Como en un mural de época, se dieron cita en Graz para esa ocasión las figuras de Alban Berg, Gustav Mahler, Giacomo Puccini, Arnold Schönberg (en ese entonces, su apellido aún llevaba diéresis), Alexander Zemlinksy y varios más. Incluso la viuda de Johann Strauss II estaba allí, y, con cierta probabilidad, Adolf Hitler. Así parte el siglo XX musical que Ross retrata con autoridad técnica, elegancia en la exposición, y mucha información.
Como otras tareas humanas, la música requiere de una historia que sea algo más que historiografía. Lo de Ross es una historia intelectual, muy en la línea de El club de los metafísicos, de Louis Menand, el cual se ocupó de las ideas filosóficas estadounidenses y ganó un Pulitzer en 2002. En 800 páginas, Ross cubre desde el amanecer atonal del nuevo siglo, hasta el avant-pop de Björk, pasando por todos los ismos posibles: dodecafonismo, espectralismo, expresionismo, minimalismo, modernismo (y sus diversas especies), neoclasicismo, realismo (socialista), serialismo. La ordenación es cronólogica y sucesiva, cubriendo, en tres grandes bloques, el primer tercio del siglo, el período que conduce a y cubre la Segunda Guerra Mundial (1933-1945), y la posguerra. Es este último bloque el que me ha parecido el más interesante, por la enorme variedad y novedad que presenta. Sobre la Alemania nazi y la Unión Soviética se ha escrito mucho, y las vidas de músicos como Schoenberg, Shostakovich o Strauss han tenido una difusión bastante amplia, en particular en los efectos que los regímenes totalitarios tuvieron (o no) sobre ellos. Es un período que, para bien o para mal, ha despertado enorme curiosidad entre los amantes de la música. Algo parecido, aunque con mucha mayor concentración en una sola ciudad, ha ocurrido con el primer tercio: Viena es el eje de varios libros, películas y hasta óperas que buscan capturar ese espíritu creativo. Ross descansa en autoridades reconocidas para todos estos períodos, e introduce algunas figuras que le entregan mayor condimento al relato: los músicos de jazz, Jean Sibelius, el Stravinsky “rusificado” que fluye de los escritos de Richard Taruskin. Si bien para cada período hay probablemente un libro específico mejor, no hay en conjunto algo tan bien orquestado como lo que hace Ross.
Del subtítulo –“Escuchar al siglo XX a través de su música”– se puede inferir más de lo que realmente aparece en el libro. No es esta una historia general de la música. No confluyen aquí todos los músicos del siglo pasado, sino principalmente los que califican como músicos “clásicos”. Esta es una categoría a ratos obsoleta, equívoca y ciertamente anacrónica. Pero extrañamente funciona y nos entendemos cuando hablamos usando ese término. Es un viejo debate del cual Ross se hace cargo en varias ocasiones, en particular cuando trata la última mitad del siglo. ¿Cómo hablar del minimalismo sin hacer mención en algún momento a John Cale, el músico galés que integró la banda The Velvet Underground? ¿Cómo obviar el hecho que una de las caras en la portada del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de Los Beatles es la del compositor vanguardista Karlheinz Stockhausen? ¿Cómo, finalmente, pasar por alto lo evidente: que a veces la música diluye ciertas fronteras arbitrarias? Quizá estamos demasiado cerca todavía para hacer sentido de alguna de estas “rarezas”, pero eso no es un obstáculo para ofrecer la mejor descripción posible de las mismas. Por lo demás, si hay diferencias que valga la pena hacer, ellas son de tipo estético y no en función de lo que podría llamarse “nichos de mercado”. Ross, además, es enfático al mostrarnos que “el ruido” del siglo XX lo es solo en la superficie: “En la música del siglo XX, en medio de todas las tinieblas, la culpa, la miseria y el olvido, la lluvia de belleza no cesó nunca.” La belleza, como valor estético, no es propiedad exclusiva de los músicos que practicaron el casicismo.
De los quince capítulos, solo dos están dedicados a un compositor en particular: el ya mencionado Sibelius, y Benjamin Britten. El de Britten es también un capítulo que se percibe escrito con un ánimo diferente. Britten no fue el primer músico homosexual de la historia, pero es quizá uno de los más conocidos. No deja de ser significativo, como Ross nos recuerda, que cuando falleció el compositor en 1976, la reina Isabel II envío una nota de pésame a quien fuera su pareja durante toda la vida, el tenor Peter Pears. Cuando uno toma el libro de Ross aparecen como sus primeras palabras en la dedicatoria: “Para mis padres y Jonathan.” “Mi maravilloso marido, Jonathan” es quien cierra el libro en los agradecimientos. Es un detalle pequeño, que armoniza con humanidad la idea rectora del libro: el siglo XX está lleno de variedad irreducible. ¡Y esa es una buena noticia!
Alex Ross, El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música (trad. Luis Gago). Barcelona: Seix Barral, 2009, 800 pp.
El libro trae un aparato crítico abundante: casi cien páginas de notas, un desglose por capítulos de discos y libros sugeridos, y un índice onomástico y temático. En el blog de Alex Ross pueden encontrarse ejemplos musicales de algunos episodios discutidos en el libro.