lunes, 24 de mayo de 2010

¿Reina o princesa?


En una escena de Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, la Reina Roja (Helena Bonham Carter) se lamenta de su suerte: su hermana la Reina Blanca (Anne Hathaway) parece encantar con sus dotes a toda la población. Incluso al difunto Rey Rojo. Susurrando, Stayne (o la jota de corazones, Crispin Glover) reproduce la vieja sabiduría de la realpolitik: "¿Acaso no es mejor ser temido que amado?"

El tópico de ser amado/ser temido es uno de común ocurrencia en la filosofía política pre-moderna, en particular en los tratados dirigidos a los monarcas por escritores tardo-medievales y renacentistas. Pero Burton cita con miras al que diera la respuesta contraria a la tradición: Maquiavelo, enfrentado en El príncipe a la pregunta, respondió que sería mejor ser ambas cosas, pero dado que esto es casi imposible, es mejor ser temido. Ser amado reposa en la voluntad de los súbditos, mientras que ser temido lo hace en las capacidades del príncipe. Y un príncipe tiene que cimentar su poder en sus propios medios, no en los ajenos.

Supongo que en el intento por dotar a su Alicia de mayor peso argumental, Burton ha insertado la frase para sugerir que en el país de las maravillas también hay conflicto político. La Reina Roja y la Reina Blanca son, de hecho, reinas por derecho y no por meras reglas del juego de cartas. Pero he aquí la contradicción: la Reina Roja elige ser temida y sin embargo, pierde. La fantasía de Burton termina siendo una fábula cristiana en la que los malos pierden y los buenos ganan. Extraña filosofía política para alguien que solía dirigir con más oscuridad que santurronería.

lunes, 17 de mayo de 2010

Orden y patria...y ópera

Con cambio de recinto, el Teatro Municipal inauguró su temporada 2010. El terremoto obligó a reparaciones, siendo elegido el Teatro Escuela de Carabineros como sede para los primeros tres títulos. Nuevecito de paquete (de verdad: olía a nuevo), el teatro posee vista total para todas sus ubicaciones, lo que no deja de ser una mejora respecto al Municipal. La estética es más bien funcional, y la acústica no convence del todo: es cierto que la orquesta se escucha con todos sus detalles, pero a ratos da la impresión de falta de unidad, como si no fuese un sonido único sino compartimentado. Es un mérito en todo caso haber montado Cavalleria rusticana y Pagliacci en un recinto considerablemente más pequeño que el originalmente presupuestado.

El resultado fue bastante parejo, sin llegar a empinarse sobre lo extraordinario. La paleta de colores elegida para la escenografía favoreció los grises, haciendo de Cavalleria un espectáculo demasiado sobrio. Pagliacci lució más alegre, aunque el maquillaje dado al Prólogo hacía presagiar algún experimento en blancos y negros. Verónica Villarroel y Kelly Kaduce compartieron escenario hace unos años cuando alternaron el mismo rol, el titular de Suor Angelica. Ahora volvieron para compartir escenario, pero en óperas sucesivas. Kaduce tiene una voz muy bella, y es una artista extravertida, que llenaba de alegría y piruetas el escenario. (Todo este Pagliacci me recordó un poco La strada, con la salvedad que el Cannio de Badri Maisuradze era todo menos un Anthony Queen.) Villarroel, por su parte, me convenció. Puede que la voz no se acomode mucho al rol, uno más cercano a la soprano dramática que ciertamente Villarroel no es; pero verla es otra cosa: toda de negro, con la piel pálida, las manos en las caderas y otras veces cruzadas, mirando y escrutando con recelo...no pude evitarlo: me acordé de Ana Garibaldi, la actriz argentina que ha visitado Chile en un par de ocasiones. A Garibaldi la vi en Tercer cuerpo de Tolcachir y ahí estaba de nuevo, ahora como Santuzza. Y si me lo pienso (y me lo pensé)...ambas se parecen un poquito. La verdad es que me gustó el enfoque. Es una asociación totalmente arbitraria, y es bastante poco probable que el director de escena italiano haya visto a Garibaldi. Pero qué más da, a veces la realidad se duplica por azar.

Verónica Villarroel y Ana Garibaldi

domingo, 9 de mayo de 2010

Apolo en la Academia

Tom Ford, A Single Man
Mike Million, Tenure


Colin Firth junto a una mancha en A Single Man

El saber y el conocimiento son considerados bienes humanos respetables y dignos de emprendimiento. En Occidente esta idea ha estado también asociada al auge de una cultura masculina, que desde la Edad Media ha monopolizado el estudio de las letras humanas. ¿Cuánto es exigible sacrificar para alcanzar estándares de erudición y sabiduría? La respuesta medieval pareció ser: todo. La vida del “académico” es la vida del monje; su prole son sus discípulos, una forma asexuada de reproducción. Hoy, extrañamente, esa idea resulta anticuada y hasta equivocada. Pareciera que es posible compatibilizar aquellos bienes típicamente solitarios con otros que solo surgen de la vida en familia. “Creced y reproducíos” hoy ha sido reemplazado por “Publicad y reproducíos”. El académico moderno es también un buen padre de familia. Y, horror, un padre de familia cool.

En A Single Man (“Un hombre soltero”, 2009) Tom Ford ofreció a Colin Firth (Darcy en El diario de Bridget Jones) un rol que hace tiempo dejó de ser escandaloso: un hombre maduro homosexual. Firth es George, profesor inglés universitario en Los Angeles, que ha perdido en un accidente a su pareja, Jim (sólido Matthew Goode, Ozymandias en Watchmen). Basada en la novela homónima de Christopher Isherwood, la película recorre un día de 1962 en la vida de George, que se enfrenta a sus temores, inseguridades y, con un cierto tono existencial, intenta hacer frente a esa pérdida vital. Es la primera película de Tom Ford, más famoso por su trabajo como modisto, quien luce unos pinceles que podrían llegar a ser frívolos: exquisita preocupación por los detalles arquitectónicos, limpísima disposición del vestuario, saturación y decoloración de las imágenes de acuerdo a los personajes y las situaciones. Es cierto que hay momentos que más pasan por una propaganda homoerótica de cualquier perfume de marca (el blanco y negro para un flashback de George y Jim semidesnudos parece gritar “¡Calvin Klein!”), y si no fuera por el trabajo de sus actores, toda la alta costura desplegada en la ejecución sería simplemente un efecto sin causa.

Colin Firth, Mathhew Goode y la vida familiar

Es el trabajo de Firth lo que sostiene a la película en sus poco más de noventa minutos. Firth, como profesor, resulta ligeramente antipático. Mejor dicho: tiene esa distancia y escepticismo que solo puede a atraer a algunos alumnos. Poco lo afecta la situación de la posguerra, la crisis de los misiles con Cuba, y todo el pánico apocalíptico del que uno de sus colegas hace gala (una breve intervención de Lee Pace, de Pushing Daisies). Para Firth, el problema es que ha perdido al hombre de su vida y, sin embargo, eso lo deja tal y como estaba antes: como un hombre soltero. En buena medida, la película juega a tergiversar ese título, pues vemos a George como un viudo, pero también como un pretendiente y luego como un hombre casado. Es en esas breves escenas donde el talento de Firth se transfigura en una sutileza conmovedora. El recorrido metafórico que hace George –desde el alba al anochecer– es una examinación de su condición de “invisible”; una “minoría invisible” como él mismo la llama. Y cómo, a pesar de ello, su vida pudo florecer. En ese recorrido también encuentra a su amiga Charlotte (Julianne Moore) y a un alumno que busca con curiosidad cimentar su identidad (Nicholas Hoult, el niño de About a Boy), ambos trabajados como una especie de tentadores comprensivos. Es como si el alma de George fuera disputada por el vicio de la carne y la virtud de la contención. El inicio mismo del relato –Firth semidesnudo en la cama, la tinta de su pluma manchando las sábanas en un gesto que podría ser descrito como “onanismo intelectual”, es decir un vicio– es también indicativo que lo que está en juego es el orden de las pasiones y la dirección de los impulsos.

En un sentido, A Single Man posee cierto optimismo respecto a la forma en que nuestro carácter puede ser moldeado al margen de las convenciones menos dignas de nuestra sociedad. En Tenure, en cambio, la mirada cínica se posa sobre el vínculo entre trabajo y vida privada. Para robarle la formulación a un amigo, Tenure comparte la tesis que los académicos de hoy pasaron de buscar la verdad a buscar empleo. “Tenure” es el término inglés para la relación laboral de un profesor con una institución según el cual el académico posee su cargo “en propiedad” (y aquí hay varios chistes sobre lo que significa eso). Tenure es la primera película de Mike Million, y se trata de una comedia naïf acerca de Charlie Thurber (Luke Wilson), un joven profesor que busca ser ascendido en la carrera académica obteniendo su tenure. Charlie, como muchos de los personajes de Wilson, es un perdedor lo suficientemente guapo como para no serlo tanto. Charlie no ha publicado ningún artículo hace mucho tiempo (o lo que en tiempo académico sería considerado mucho), por lo que sus posibilidades se ven reducidas. Más todavía cuando irrumpe la profesora Grasso (Gretchen Mol), una chica de Yale con todas las credenciales del caso (y, por fortuna, no la usual mujer-profesional-castrante tan de moda en las películas gringas). El fuerte de Charlie es su relación con los alumnos: en las antípodas de A Single Man, Charlie es el profesor que te enseña algo de la vida a partir de Moby Dick (o, en su caso, The Magus de John Fowles).

Luke Wilson en Tenure

Tenure es una película que respira al ritmo de Wes Anderson, solo que sin tanto personaje excéntrico. Fuera de un colega obsesionado con Pie Grande (David Koechner, ligeramente insoportable), una novia de arriendo (Rosemarie DeWitt, la titular de Rachel Getting Married) y un alumno interesado en la poesía erótica (Nathan Pham, preciso y conciso), Charlie tiene que vérselas con su hermana y su padre (Bob Gunton), un otrora académico que ahora vive en un asilo. Todos ellos representan fragmentos del mundo del saber: desde el método-científico-para-las-masas detrás de cada documental de Pie Grande, hasta la erudición de alta costura detrás del arte del paper. Es justamente ese arte el que Charlie no domina. En el mundo de hoy, un académico sin publicaciones es como un padre sin hijos. Sin embargo, esa división entre la consagración monacal al conocimiento y la vida productiva de un hombre normal termina apareciendo como una falsa dicotomía cada vez que vemos a Charlie enseñando a sus alumnos. Sí, después de La sociedad de los poetas muertos resulta un poquito cliché, pero no por ello nauseabundo. Tenure es una película liviana sobre las exigencias laborales de trabajos que no nos importan. O que nos importan, pero de una forma distinta a cómo están planteados. Si una película puede decir eso, y sacar algunas sonrisas, yo diría que resulta mejor de lo esperable.




miércoles, 5 de mayo de 2010

El grito

Hace poco más de un mes atrás se estrenó Bitácora, una cantata del compositor chileno Andreas Bodenhofer que se enmarca dentro de las celebraciones del así llamado "Bicentenario". Sin entrar en detalles respecto al tipo de experiencia estética que representa, había un fragmento, ubicado prácticamente al comienzo de la obra, en que los solistas imitaban el ajetreto de la feria voceando productos. Desconozco si un muy reciente disco del Ensemble Clément Janequin habrá ejercido alguna influencia en su tratamiento, pero se trató de una feliz coincidencia. El conjunto galo liderado por el contratenor Dominique Visse grabó en agosto del 2008 un disco titulado L'écrit du cri (Harmonia Mundi; cuyo título sería, sacrificando el juego de palabras, "La escritura del grito"). En ese disco, bien único por lo demás, el conjunto se dedicaba básicamente a gritar. Doce piezas que corrían desde el siglo XVI al presente reproducían la experiencia de la modernidad mediante el voceo de productos, el ruido de las ciudades, y hasta un cyber grito. Un fragmento angular del disco es "Les cris de Paris", una pieza polifónica de Clément Janequin publicada en 1528 y que suena así:


Después de una breve introducción de un minuto ("Voulez ouyr les cris de Paris?"), oímos el desorden del grito, pero ordenado de acuerdo a lo que hoy llamaríamos "jingles": cada gremio y cada área tenía una particular forma de vender sus productos, lo que se refleja en las diferentes voces que se entralazan en el fragmento. Es el equivalente a ir a la feria hoy y captar todas esas voces que solo en apariencia suenan todas iguales. El gritar está aquí asociado a una experiencia capitalista -el mercado y sus productos-, a pesar que casi siempre lo asociamos con un aspecto menos domesticado de nuestra naturaleza: el pánico. Con el inminente inicio de la temporada 2010 del Teatro Municipal resulta inevitable pensar con cuál grabación hay que preparar Cavalleria rusticana. Y como el verismo pretende ser por sobre todo una experiencia visceral, mi respuesta es "La grabación que tenga los mejores gritos". Hay dos, de las que conozco, que reproducen con el más italiano de los desgarros ese grito no-mercantil. "A te la mala pasqua!" es lo que le grita la despechada Santuzza a Turiddu en el cierre de su dúo, y he aquí cómo la gran Giulietta Simionato dirige su invectiva:


Es un momento de alta tensión que el público italiano recompensa como es debido. El otro momento particularmente espabilante se encuentra en el final, una frase que debe ser declamada, no cantada. La escena fue filmada prácticamente completa por Coppola en El padrino III y corresponde al desenlace de la obra: Turiddu y Alfio han salido de escena para enfrentarse en un duelo siciliano a muerte, dejando solas en escena a Mamma Lucia y Santuzza. De pronto, oímos rumores fuera de escena y un grito desgarrador seguido por la frase "Hanno ammazzato compare Turiddu!". La mujer que lo profiere es una figurante que finalmente ingresa en escena y vuelve a comunicar la noticia con todo lo que le da la garganta. No tengo idea quién es la "cantante" en la grabación de Pavarotti dirigida por Gavazenni, pero se merece el premio a la mejor de las "gritantes":




Si Simionato te abrió el apetito, aquí está el dúo completo, "Tu qui Santuzza?", junto al Turiddu de Franco Corelli y la Lola de Gabriella Carturan, en vivo desde La Scala en 1963 bajo la batuta de Gianandrea Gavazzenni. La grabación completa la puedes bajar desde acá.