sábado, 26 de diciembre de 2009

Lee, Taking Woodstock: Lo comido, lo bailado, lo fumado

Demetri Martin (al centro) es todo amor y paz.

El Festival de Woodstock fue registrado en un famoso documental (Woodstock, 1970) y múltiples programas televisivos se han encargado de difundir la leyenda del festival de "tres días de paz y música". Ang Lee (Brokeback Mountain) tomó el camino paralelo, a saber el de la ficción, y filmó una película en la que se recrea la preparación, ejecución y epílogo del Festival. Todo eso, sin mostrar una sola imagen de archivo.

Es, sobra decirlo, una apuesta legítima en la cual poco importa si los personajes son de hecho históricamente precisos (por lo visto, intentan serlo). Elliot Teichberg, o "Tiber" como él prefiere (un sólido Demetri Martin), es un chico que vive en Nueva York, donde intenta emprender el vuelo como diseñador de interiores (esto debiera bastar para sacar algunas conclusiones). Sus padres administran un desastroso hotel, ligeramente asqueroso e incómodo. Mamá Teichberg (una exagerada Imelda Staunton, Vera Drake) grita y rebuzna todo el día, con lo que no cuesta imaginarse el porqué el hotel apenas anda. Elliot intenta salvar el negocio familiar montando un espectáculo artístico, algo así como una audición pública de vinilos, y obtiene el permiso administrativo para hacerlo. Cuando se entera que los organizadores de un multitudinario festival musical tienen problemas para concretar el lugar del mismo...ocurre lo que ocurre: el Festival de Woodstock.

El resto es una narrativa cómica de organización, desencuentros, despertar sexual, reconciliación familiar, y un largo etcétera de viñetas humanas. La comedia ha sido siempre el terreno de los iguales, y aquí es bastante notorio cómo carácteres diversos se reúnen en torno a un episodio sencillamente desbocado. Desde la ambición casi repulsiva de mamá Teichberg, hasta la enorme comparsa de hippies que invaden la pantalla, todo es excesivo. ¿Recuerdan esa pelea en el centro comunitario gay de Flawless dónde gritan "¡Llamen unas lesbianas!"? Acá no es necesario: Liev Schreiber es un empático travesti con brazos hercúleos que hará de guardia y consejero sentimental de Elliot; Emile Hirsch (Into the Wild) hace lo suyo como un predecible veterano semi-lunático de Vietnam; y Eugene Levy (American Pie) presta esa cara inolvidable para regatear hasta el último dólar al arrendar su campo, dejando en claro que sí, Woodstock también era un negocio. Lee intenta remarcar esto en varias ocasiones, lo que no siempre resulta muy logrado, en particular por el tono entre frívolo e idealista que Jonathan Groff le imprime a Michael Lang, el organizador del Festival. No es, tampoco, algo que nadie haya pensado o dicho antes.

Probablemente el aspecto que la película intenta solventar mejor es el viaje iniciático que Elliot emprende. No deja de ser curioso, porque la labor que asume no es ni estrictamente infantil (de eso se encargan los hippies), ni puramente negocial (de eso se encarga su madre), es decir no marca un tránsito desde la adolescencia hacia la adultez, o desde una etapa ingenua hacia otra más escéptica del yo. Ni siquiera su despertar sexual llega como un verdadero "despertar", y es difícil (aunque no imposible) imaginar que el chico que quiere ser diseñador de interiores, para decirlo con Almodóvar, no se haya comido una polla antes. Así que lo último que queda es...bueno, drogarse. Elliot, en una escena epifánica, prueba ácido y la pantalla literalmente se ilumina de color. Junto a Kelli Garner (Lars and the Real Girl) y Paul Dano (There Will Be Blood), Elliot se encierra en una furgoneta y tiene una experiencia psicodélica transparente, casi modélica. ¿Y la música? Digamos que cuando Lee decidió no usar ninguna imagen de archivo, se le terminó yendo la guagua con el agua de la tina.

En sus mejores momentos, Taking Woodstock es una comedia familiar del siglo XXI, en el mismo sentido en que TransAmerica y Little Miss Sunshine lo son: ofrece un fresco de la diversidad humana reconciliada gracias a sus diferencias. Cuando lo amargo y lo violento asoman sus narices (en este caso, un grupo de matones que pintan una esvástica en el hotel de los Teichberg), lo hacen casi como un gesto de deferencia hacia un mínimo y sensato realismo. En sus peores momentos, Taking Woodstock se agota en las fórmulas de la comedia tradicional, con la salvedad de transcurrir en Woodstock, y uno se pregunta cuán necesario era esto. ¿Podría haber sido otro lugar? ¿Quizá incluso otro tiempo? Tal vez si se hubiese tratado del Festival de la Sandía habría sido menos mediático, pero tal vez, por lo mismo, un poquito más novedoso.

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