La historia de Nelson Mandela, como la de su país Sudáfrica, está atravesada por la violencia. El régimen jurídico de segregación racial conocido como apartheid provocó heridas cuya reparación parece difícil imaginar. Mandela, que pasó veintisiete años en prisión, se erigió no solo como el primer presidente de la nueva Sudáfrica, sino como un símbolo internacional de lo que puede llegar a significar la reconciliación. El 2010 Sudáfrica será la sede de la Copa Mundial de Fútbol, y este año han habido importantes contribuciones cinematográficas desde y sobre la región que hacen pensar de forma inevitable en una película sobre el carismático líder sudafricano.
Clint Eastwood, que con casi ochenta años mantiene un ritmo creativo ejemplar, llevó a la pantalla una adaptación del libro de John Carlin, Playing the Enemy (hay traducción castellana en Seix Barral como El factor humano), el cual reconstruye el camino hacia la final de la Copa Mundial de Rugby de 1995, cuya sede fue Sudáfrica. El impulso principal provino de Morgan Freeman, que durante años mantuvo la firme determinación de interpretar a Mandela en la pantalla grande (elección bendecida por el propio deseo de Mandela al ser consultado sobre quién debería interpretarlo). La selección de ese material no es obvia. Después de todo, lo que cualquiera persona con una mínima sensibilidad histórica sabe es que Sudáfrica es una nación que ha conocido el sufrimiento de la discriminación, la violación de los derechos de sus propios ciudadanos, y la gestación de un resentimiento por parte de quienes fueron las víctimas. “Verdad y justicia” fue la consigna para la nueva Sudáfrica, no “Juego y diversión”.
El episodio es, sin embargo, históricamente veraz. Cuando Freeman fue a hablar con Mandela para comunicarle que por fin había encontrado el episodio adecuado para llevar a la pantalla su historia, Mandela, suponemos con parsimonia, habría respondido: “Ah, la Copa Mundial.” Esto no quiere decir que esa sola historia encierre como un camafeo la agitada vida del líder. Tan solo indica que, como material, se prestaba idóneo para su forja cinematográfica. Esto no necesita de demasiada justificación: el episodio muestra los esfuerzos de Mandela por unir una nación en la cual durante mucho tiempo la diferencia entre negros y blancos justificaba un tratamiento legal y social diferenciado. Una herramienta para lograr al menos un acercamiento entre ambos sectores era evitar que la discriminación se volcara ahora sobre los blancos. La retribución no era el camino que Mandela deseaba instalar, y para ello se requería alguna instancia de igualación, o al menos de hermanación moméntanea para hacer notar que, después de todo, las diferencias no obstaculizan la comunión en torno a un interés compartido.
Todo lo anterior puede ser cierto e históricamente preciso, pero no por ello la elección me sigue pareciendo poco obvia. O quizá: la elección me parece, al menos, irónica. El rugby es uno de los tantos deportes que no comprendo, pero sí soy capaz de apreciar el despliegue de violencia que involucra. De hecho, en uno de esos libros que ahora abundan, Football and Philosophy, uno de los capítulos está dedicado precisamente a si los jugadores de fútbol (“fútbol americano” para los hablantes castellanos) pueden ser buenas personas. No sé si Matt Damon será una buena persona, pero al menos lo parece. Matt Damon interpreta a François Pienaar, el capitán del equipo sudafricano de rugby, y de hecho, luce como una persona decente. No me interesa preguntar por qué una persona decente está interesada en pasar buena parte de su tiempo productivo chocando como si fuera un bulto con otros hombres. Supongo que tienen sus razones. Lo que me parece simplemente irónico es que uno de los deportes más violentos que existen sea el eje de una historia sobre el poder de un líder carismático, un horizonte de reconciliación, y el perdón de las víctimas.
Clint Eastwood brinda una ejecución impecable, aunque no apasionada, de esa historia, y nos sumerge en un mundo masculino donde la vulgaridad de la ética espartana de los jugadores es armonizada con unas canciones de sabor africano (la música corre a cargo de uno de los hijos de Eastwood). Sin duda el cénit de la pausada construcción que Eastwood desarrolla en algo más de dos horas es el partido final. Hay bastante que comentar de ese momento, casi de cine mudo, donde desde los himnos nacionales hasta el pitazo final están marcados con precisión de artesano. Uno puede no gustar del talento de Eastwood por muchas razones, pero esa escena está bien hecha. Incluso la exasperante cámara lenta, tan recurrida para generar tensión, presta aquí un favor estético, al mostrar la masa muscular de los jugadores aglomerándose en torno a lo que podría ser la esencia misma de los gladiadores clásicos. Y esto vale incluso para el momento en que Matt Damon coloca su mano en la nalga de uno de sus compañeros. En cámara lenta, es como si acomodara un saco de papas. La imagen es primitiva, intensa, y exuda lo que los posmodernos llaman “nuda vida”. Leni Riefenstahl: renace y muere de envidia.
El nombre de la película, “Invictus”, deriva de un poema de William Ernest Henley (pueden ver aquí a Alan Bates recitándolo), el cual tiene una cierta presencia a lo largo de la película. Antes de verla, pensé que “Invictus” se refería al equipo, “jamás vencido” es decir “invicto”, lo que en cierta medida es una posibilidad interpretativa. A decir verdad, el título intenta aludir a Mandela, quien a pesar de haber soportado largo tiempo en prisión, emergió sin ser derrotado. En prisión tenía el poema, y en la película de hecho, en un momento demasiado cursi, lo escribe y lo entrega a Pienaar. Los dos últimos versos del poema son: “Soy el amo de mi destino | Soy el capitán de mi alma.” Una vieja tradición de pensamiento político vio a la ciudad como un ente vivo, en el cual diferentes grupos cumplían las funciones propias de un cuerpo. Uno puede leer esos versos enfocándose en el aspecto individual de la resistencia y el renacer personales, un poco como otra película sobre deportistas (The Damned United, 2009) hace al enfocarse en el carácter de un entrenador de fútbol. El tratamiento de Eastwood no es ese, pues él prefirió contar una historia colectiva, la de una nación, cuyo capitán, o al menos timonel, fue un hombre extraordinario. Y sin embargo, ese verso, sigue pareciendo referido a un solo individuo, el noble y deificante Morgan Freeman, cuando aparece por última vez en la película, cerrándola. Es inevitable: Eastwood es el solitario por excelencia.
Clint Eastwood, que con casi ochenta años mantiene un ritmo creativo ejemplar, llevó a la pantalla una adaptación del libro de John Carlin, Playing the Enemy (hay traducción castellana en Seix Barral como El factor humano), el cual reconstruye el camino hacia la final de la Copa Mundial de Rugby de 1995, cuya sede fue Sudáfrica. El impulso principal provino de Morgan Freeman, que durante años mantuvo la firme determinación de interpretar a Mandela en la pantalla grande (elección bendecida por el propio deseo de Mandela al ser consultado sobre quién debería interpretarlo). La selección de ese material no es obvia. Después de todo, lo que cualquiera persona con una mínima sensibilidad histórica sabe es que Sudáfrica es una nación que ha conocido el sufrimiento de la discriminación, la violación de los derechos de sus propios ciudadanos, y la gestación de un resentimiento por parte de quienes fueron las víctimas. “Verdad y justicia” fue la consigna para la nueva Sudáfrica, no “Juego y diversión”.
Limando asperezas en el estadio.
El episodio es, sin embargo, históricamente veraz. Cuando Freeman fue a hablar con Mandela para comunicarle que por fin había encontrado el episodio adecuado para llevar a la pantalla su historia, Mandela, suponemos con parsimonia, habría respondido: “Ah, la Copa Mundial.” Esto no quiere decir que esa sola historia encierre como un camafeo la agitada vida del líder. Tan solo indica que, como material, se prestaba idóneo para su forja cinematográfica. Esto no necesita de demasiada justificación: el episodio muestra los esfuerzos de Mandela por unir una nación en la cual durante mucho tiempo la diferencia entre negros y blancos justificaba un tratamiento legal y social diferenciado. Una herramienta para lograr al menos un acercamiento entre ambos sectores era evitar que la discriminación se volcara ahora sobre los blancos. La retribución no era el camino que Mandela deseaba instalar, y para ello se requería alguna instancia de igualación, o al menos de hermanación moméntanea para hacer notar que, después de todo, las diferencias no obstaculizan la comunión en torno a un interés compartido.
Todo lo anterior puede ser cierto e históricamente preciso, pero no por ello la elección me sigue pareciendo poco obvia. O quizá: la elección me parece, al menos, irónica. El rugby es uno de los tantos deportes que no comprendo, pero sí soy capaz de apreciar el despliegue de violencia que involucra. De hecho, en uno de esos libros que ahora abundan, Football and Philosophy, uno de los capítulos está dedicado precisamente a si los jugadores de fútbol (“fútbol americano” para los hablantes castellanos) pueden ser buenas personas. No sé si Matt Damon será una buena persona, pero al menos lo parece. Matt Damon interpreta a François Pienaar, el capitán del equipo sudafricano de rugby, y de hecho, luce como una persona decente. No me interesa preguntar por qué una persona decente está interesada en pasar buena parte de su tiempo productivo chocando como si fuera un bulto con otros hombres. Supongo que tienen sus razones. Lo que me parece simplemente irónico es que uno de los deportes más violentos que existen sea el eje de una historia sobre el poder de un líder carismático, un horizonte de reconciliación, y el perdón de las víctimas.
Matt Damon (derecha) concentrado en el juego.
Clint Eastwood brinda una ejecución impecable, aunque no apasionada, de esa historia, y nos sumerge en un mundo masculino donde la vulgaridad de la ética espartana de los jugadores es armonizada con unas canciones de sabor africano (la música corre a cargo de uno de los hijos de Eastwood). Sin duda el cénit de la pausada construcción que Eastwood desarrolla en algo más de dos horas es el partido final. Hay bastante que comentar de ese momento, casi de cine mudo, donde desde los himnos nacionales hasta el pitazo final están marcados con precisión de artesano. Uno puede no gustar del talento de Eastwood por muchas razones, pero esa escena está bien hecha. Incluso la exasperante cámara lenta, tan recurrida para generar tensión, presta aquí un favor estético, al mostrar la masa muscular de los jugadores aglomerándose en torno a lo que podría ser la esencia misma de los gladiadores clásicos. Y esto vale incluso para el momento en que Matt Damon coloca su mano en la nalga de uno de sus compañeros. En cámara lenta, es como si acomodara un saco de papas. La imagen es primitiva, intensa, y exuda lo que los posmodernos llaman “nuda vida”. Leni Riefenstahl: renace y muere de envidia.
El nombre de la película, “Invictus”, deriva de un poema de William Ernest Henley (pueden ver aquí a Alan Bates recitándolo), el cual tiene una cierta presencia a lo largo de la película. Antes de verla, pensé que “Invictus” se refería al equipo, “jamás vencido” es decir “invicto”, lo que en cierta medida es una posibilidad interpretativa. A decir verdad, el título intenta aludir a Mandela, quien a pesar de haber soportado largo tiempo en prisión, emergió sin ser derrotado. En prisión tenía el poema, y en la película de hecho, en un momento demasiado cursi, lo escribe y lo entrega a Pienaar. Los dos últimos versos del poema son: “Soy el amo de mi destino | Soy el capitán de mi alma.” Una vieja tradición de pensamiento político vio a la ciudad como un ente vivo, en el cual diferentes grupos cumplían las funciones propias de un cuerpo. Uno puede leer esos versos enfocándose en el aspecto individual de la resistencia y el renacer personales, un poco como otra película sobre deportistas (The Damned United, 2009) hace al enfocarse en el carácter de un entrenador de fútbol. El tratamiento de Eastwood no es ese, pues él prefirió contar una historia colectiva, la de una nación, cuyo capitán, o al menos timonel, fue un hombre extraordinario. Y sin embargo, ese verso, sigue pareciendo referido a un solo individuo, el noble y deificante Morgan Freeman, cuando aparece por última vez en la película, cerrándola. Es inevitable: Eastwood es el solitario por excelencia.
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