viernes, 29 de enero de 2010

El espectáculo sónico


Terminó el Festival Internacional de Teatro Santiago a Mil, y uno puede sacar múltiples conclusiones. A ocho años del bicentenario, me parece interesante una, referida a la selección llamada "200 años del teatro chileno". En ella se ofrecieron diecisiete montajes de obras representativas de nuestra dramaturgia. En muchos casos, se intentó reproducir la puesta original. No se trataba de reproducir la estética de la puesta, sino de manera bastante explícita revivir el montaje. Ese fue el caso de Lindo país esquina con vista al mar que, a juzgar por las fotografías de época, se reprodujo de forma bastante fiel. No tengo demasiado que decir respecto a esa propuesta, que en el caso de Lindo país... funciona por el carácter bastante simple de los elementos escenográficos. Sin embargo, y como este es un blog en parte sobre ópera, no pude evitar recordar la práctica del Teatro de la Corte de Drottningholm, que revivió durante algún tiempo los montajes originales de las óperas de Mozart. Sí: pura maquinería dieciochesca, puro telón pintado, y mucho, muchísimo extrañamiento. Por fortuna, los montajes revividos en el Festival no son tan añejos, y algunos gozan de cierta atemporalidad, pero el resultado, me parece, tiende a explotar un espíritu nostálgico, casi arqueológico, que no siempre se encontraba justificado. Montar montajes en vez de montar obras no puede ser el horizonte de una muestra de lo mejor del teatro chileno.

Hubo, sin embargo, un gran acierto en la idea de reproducción de un montaje, y esa fue la propuesta de Guillermo Calderón para Los que van quedando en el camino de Isidora Aguirre. He aquí una idea que cualquier fanático de la música barroca puede comprender a la perfección. Cuando el movimiento originalista en música comenzó a mellar las interpretaciones con instrumentos modernos, muchas de las objeciones apuntaron al celo con que sus mejores representantes resguardaban la práctica. ¿Vale la pena tocar con instrumentos de afinación irregular cuando hoy disponemos de otros mucho más precisos? ¿Era la intención del compositor que su música se tocara con esos instrumentos, o más bien que se tocara de la mejor forma? Hoy, después de varias décadas, nos hemos dado cuenta que muchas veces los guardianes de las interpretaciones originales han terminado por arruinar muchas piezas. Peter Kivy dedicó un extraordinario libro, Authenticities, a todo este asunto, y uno realmente aprecia que una voz pluralista se exprese con rigor e imaginación sobre un tema que, en principio, parece aburrido. Kivy ofreció un argumento respecto a una forma de autenticidad, la autenticidad como sonido, y distinguió entre "autenticidad sónica", a saber reproducir la misma alteración física del medio que la ocurrida en el estreno de una pieza, y "autenticidad sensible" (sensible authenticity) o "autenticidad intencional", es decir la reproducción de aquello que fue conscientemente oído por el auditor, el "objeto intencional" de su audición. La diferencia entre apuntar a una o a la otra equivale a querer reproducir una interpretación (la del estreno) o querer instanciar la obra (traerla al mundo, representarla).

¿Qué tiene que ver todo esto con la puesta de Calderón? Calderón representó la obra de Aguirre en el ex Congreso Nacional, y lo hizo sin escenografía (o si se quiere, utilizando la sala como escenografía) y con un elenco compuesto por actores viejos. Uno de ellos, Regildo Castro, de hecho tomó parte en el estreno de la obra, en 1969. La situación incluso puede llegar a ser considerada absurda cuando uno se entera que Mario Montilles, de casi 90 años, toma el rol del niño Juanucho. Descrito así, parece un ejercicio posmoderno de desarticulación de una pieza. Pero lo cierto es que el resultado es apabullante. Calderón utiliza un sonido que nos es algo lejano: la forma de declamación de nuestros actores más antiguos; y utiliza ese sonido para representar una pieza igualmente antigua. El logro de Calderón radica en que su intención no es arquelógica. Calderón instanció una pieza de arte con medios antiguos y logró un resultado que es completamente actual, que interpela al espectador, y que posee, además, un mérito estético propio. Calderón pudo haber intentado reproducir físicamente el sonido original, al igual que otras puestas reprodujeron físicamente la escenografía del estreno; en cambio, con un enorme talento, utilizó esos medios para reproducir la obra, y brindar así al espectador un espectáculo de gran nivel. Fue, en el mejor de los sentidos, una interpretación auténtica.

miércoles, 20 de enero de 2010

[DVD] Handel, Partenope: La guerra de los sexos

George Frideric Handel, Partenope. Elenco: Inger Dam-Jensen (Parténope), Tuva Semmingsen (Rosmira), Andreas Scholl (Arsace), Christophe Dumaux (Armino), Bo Kristian Jensen (Emilio), Palle Knudsen (Ormonte). Concerto Copenhagen, Lars Ulrik Mortensen (dirección musical). Producción: Francisco Negrin (dirección de escena), Louis Désiré (escenografía y vestuario), Bruno Poet (iluminación). Teatro de la Ópera Real Danesa, København, octubre de 2008, Uffe Borgwardt (dirección de cámaras). Imagen NTSC 16:9; sonido LPCM Stereo y DTS 5.0; subtítulos en alemán, castellano, danés, francés, inglés e italiano. 2 DVD (ópera: 187 + bonus: 17 minutos) + folleto multilingüe (40 páginas). Decca 2009 (074 3348).
Montar ópera seria en serio es una labor a la que se entregan con cada vez más frecuencia los más importantes teatros de ópera. Montarla en serio no quiere decir montarla con seriedad, o de forma aburrida. Muy por el contrario, lo que suele quedar encasillado como “ópera seria” es un conjunto diverso de subgéneros que por regla general concluían con un final feliz. Muchas de las óperas serias contenían elementos cómicos, como el cambio de género de algunos personajes para ocultar su propia identidad. En la era de los castrati nada podía ser más deliciosamente ambiguo que una mujer en un rol de hombre disfrazado de mujer, junto a un hombre en un rol de hombre cantando como mujer.

Partenope (1730) fue etiquetada sucintamente como “ópera”. Corresponde más precisamente al género semiserio, que involucraba una ruptura con algunas de las convenciones de la ópera seria de corte heroico. Handel, desde Agrippina (1709), no había compuesto nada en esa veta, y la trama parecía de suyo escandalosa. La mitológica reina de Nápoles, Parténope, se debate entre el amor por el héroe Arsace y un sinnúmero de otros pretendientes, incluido el príncipe Eurimene, que no es otro que Rosmira, la amante abandonada por Arsace que ahora, en hábitos masculinos, le hace la vida imposible. Un héroe que engaña y traiciona, un conjunto de pretendientes que hacen la guerra con miras a hacer el amor, y una amante despechada que va de una impertinencia a otra, no son material para un drama.

Handel compuso para un nuevo conjunto de cantantes con los que había contratado en su viaje al continente en 1729. El primo uomo de la nueva compañía era Antonio Maria Bernacchi, un castrato de buena técnica, pero aparente poca sensibilidad. Bernacchi es famoso por haber ganado un duelo vocal contra Farinelli en La fedeltá coronata de Orlandini. Al contrario de lo que uno podría pensar, ambos fueron amigos, y el propio Farinelli organizó un servicio en su memoria una vez muerto. Con todo, Bernacchi despertó juicios muy contrarios en el público londinense, en particular cuando el recuerdo del Senesino, el castrato de la compañía anterior, se encontraba demasiado fresco aún. Handel dotó de nueve números al personaje masculino central, distribuyendo el resto para Parténope, con ocho, y seis para la seconda donna, el rol de Rosmira. Handel, si creemos a los reportes de la época, también contó con un extraordinario tenor, el signor Fabri, y escribió cuatro complejas arias para él.

Las mujeres de Andreas Scholl (en el suelo) son de armas tomar

El Teatro de la Ópera Real Danesa decidió montar Partenope el 2008, y para ello reunió al mismo equipo con el que había montado en 2005 un exitoso Giulio Cesare (hay devedé por Harmonia Mundi). Partenope ha recibido cierta atención en el último tiempo, con al menos otras dos puestas en escena adicionales a la que Francisco Negrin ofreciera en Copenhage. Tratándose de una obra cercana a las tres horas, se efectuaron algunos cortes, que con inteligencia supieron mantener el equilibrio en la relevancia asignada a cada rol, manteniendo la primacía que Handel asignó a su primo uomo. Resulta objetable, eso sí, la abreviación de dos arias (“Io ti levo l’impero dell’armi” para Parténope y “È figlio il mio timore” para Arsace), ofrecidas sin la usual estructura da capo. El cambio de ubicación de otras dos arias está dentro de lo aceptable de acuerdo a reglas básicas de organización dramática, aunque traspasar un aria del tenor al barítono puede enardecer a más de algún purista, lo mismo la inserción de un extraordinario dúo de Sosarme hacia el final de la ópera.

Negrin había usado el escenario de forma plástica en su Giulio Cesare, y para Partenope optó por un enfoque similar: los muros de la ciudad, que ofrecen el entorno para la acción en el original, han sido acá transformados en los muros de un palacio, ricamente decorados a la usanza de un mozaico bizantino. El trabajo arquitectónico de Louis Désiré es soberbio, agobiando por su enormidad en ocasiones, y en otras adoptando formas laberintescas para sugerir la confusión de sus personajes. Cierta atemporalidad afecta al vestuario, con la mayoría de los hombres luciendo elegantes esmóquines. La nota es siempre la elegancia de alto presupuesto. Negrin usa estos elementos para ofrecer una comedia de equivocaciones donde el erotismo es una constante. Uno extraña la maravillosa inventiva que se encontraba en su Giulio Cesare, con una suntuosidad siempre al servicio de la trama. Negrin logra sorprender al auditorio escenificando una batalla donde las actividades bélicas corresponden a la sillita musical y al cachipún (está el video al final), pero por lo general el impacto lo logra en la composición del escenario, alcanzando un punto de saturación en el cierre de su segundo acto, con una esfera de colores que invade el escenario.

Andreas Scholl ha venido emulando la carrera del Senesino, y como el medroso Arsace pareciera querer extender póstumamente la fama del castrato en un rol que nunca asumió. Scholl tiene una voz particularmente hermosa de contratenor que se expresa con naturalidad en roles contemplativos. Arsace no es precisamente ese papel, y Scholl tarda en encontrar la expresión más adecuada para el tono entre cínico y culposo del personaje. No es en un arioso como “O Eurimene ha l’idea di Rosmira” donde Scholl muestra sus mejores herramientas, sino en momentos de expresión onírica como “Ma quai note di mesti lamenti”, con la cuerda en sordina y dos flautas generando una atmósfera de ensueño. La mayor virtuosidad la alcanza en la artificiosa “Furibondo spira il vento”, que cierra el acto segundo con energía, aunque no siempre la voz suena empoderada y el registro más agudo tiende a perderse en algunas frases.

Inger Dam-Jensen se sacrifica por el arte

Inger Dam-Jensen es una soprano de extraordinarios medios vocales y escénicos. Dotada con una figura de feminidad voluptuosa, hace justicia a un papel que en su estreno fue asumido por Anna Maria Strada del Pò, apodada “The Pig” por el público londinense. Dam-Jensen de “pig” no tiene nada, y se mueve por el escenario con el dominio de la más diestra de las rubias hollywoodenses. Con una voz cremosa, de sólida técnica, Dam-Jensen retrata tanto la frivolidad como la belicosidad de la reina napolitana. Desde su entrada con “L’amor ed il destin”, Dam-Jensen muestra un carácter fuerte, que no le impide mostrarse introspectiva en la encantadora “Qual farfalletta”. La mezzosoprano noruega Tuva Semmingsen ofrece un contraste femenino interesante. Quienes hayan visto la basura que es Antichrist de Lars von Trier recordarán a Semmingsen como la voz que abre la película con un aria de Serse. Semmingsen se ha especializado en roles travestis, y aquí no se aleja de ello: Rosmira permanece disfrazada de hombre durante casi toda la ópera. Semmingsen posee un instrumento de bello timbre, con un centro muy cálido, aunque en los extremos tienda a debilitarse. Su voz no posee el carácter andrógino de cantantes como Marijana Mijanovic, lo que al menos en este papel es una ventaja. Semmingsen controla sus medios en arias complejas como “Furie son dell’alma mia” y la enérgica “Io seguo sol fiero”, aunque uno quisiera un poco más de fuerza en momentos que el personaje pareciera desgarrarse; pero posee un talento notable para captar la atmósfera melancólica de la muy breve “Arsace, o Dio! così” o el tono patético de “Quel volto mi piace”. Con un enorme histrionismo en escena, Semmingsen logra captar mucho más que el lado vengativo de su personaje, ofreciendo un cuadro completo de la fidelidad amorosa.

Christophe Dumiaux en Armindo asume un rol originalmente escrito para una soprano, y es una decisión sabia el entregarlo en escena hoy a un contratenor. Dumiaux no tiene a su alcance el arsenal de arias de los roles principales, pero ejecuta con precisión sus tres números y, en particular, el dúo adicionado de Sosarme, mostrando una voz rica en colores, en particular en la forma en que dota de robustez a sus notas más agudas, un contraste interesante si se tiene a Scholl en la misma función. Bo Kristian Jensen es un tenor de medios abundantes, con una coloratura de cimientos firmes que utiliza abundantemente en sus tres arias. Palle Knudsen más actúa que canta, y con solo un aria, se decidió entregarle una de las cuatro del tenor a él. Si bien el desempeño es bueno, incluidas proezas atléticas al inicio del acto tercero, cuesta entender por qué un cantante de tan buenos medios está en un rol tan pequeño que ha debido ser inflado para justificar su presencia.

Lars Ulrik Mortensen dirige con energía y brío, en particular si se lo compara con la grabación de Christian Curnyn en Chandos. Los tempi suelen ser un poco más expansivos, pero Mortensen sabe cuándo apresurar la batuta, y el Concerto Copenhagen responde con solvencia a la extensa partitura. El sonido es claro y balanceado, aunque los ruidos escénicos provocan bastante distorsión. Lo mismo vale para la neurótica dirección de cámaras de Uffe Borgwardt, exageradamente invasiva y cambiante, que impide muchas veces apreciar con calma el escenario. Decca editó en dos discos una ópera de tres horas, y solo ofrece un bonus de escaso interés (se trata de un video semi-casero filmado por Scholl). El folleto no trae información de la pieza, pero sí un imaginativo y riguroso ensayo interpretativo de Mary Beard, académica inglesa especialista en el mundo griego y romano autora de un famoso blog.


jueves, 7 de enero de 2010

El fin de la guerra

Kathryn Bigelow, The Hurt Locker
Oren Moverman, The Messenger
Jim Sheridan, Brothers


¿Con cuántos medios se puede continuar la política una vez iniciada la guerra? Sabemos, desde Goebbels al menos, que el cine es un inmenso aparato de gestión política capaz de encauzar las pasiones y aglutinar los deseos. El cine bélico como género ha experimentado variados giros, desde la usual historia patriótico-triunfante, hasta el retrato íntimo de la vida de los soldados. La guerra internacional entre Estados Unidos, Iraq y otros países ha dado también frutos cinematográficos, incluidos algunos poderosos documentales como Taxi to the Dark Side (2007). Tres recientes películas se concentran en ese conflicto, y dos lo hacen desde lo que podríamos llamar el cine post bellum.

The Hurt Locker de Kathryn Bigelow (Punto de Quiebre) ha sido aclamada por la crítica estadounidense como lo mejor del 2009, y es fácil darse cuenta por qué. La película sigue a un escuadrón de desarme de artefactos explosivos en Iraq liderado por el sargento William James (Jeremy Renner), quien con mucha temeridad se encarga de lo obvio: desarmar bombas. El título de la película alude a una cajita en la que él guarda restos de sus desarmes, aunque también se ha sugerido que alude a un sector mental, un “gabinete de los dolores” donde se almacena todo aquello que nos ha dañado. La tarea de desarme es principalmente manual, y es coordinada con la información y protección que otros dos soldados le proporcionan (Anthony Mackie y Brian Geraghty). El trabajo en equipo es escaso, y la personalidad de James parece comerse todo a su alrededor. Llevando el nombre de uno de los principales filósofos pragmatistas estadounidenses, el sargento William James parece invencible en su eficiencia. La guerra opera en él como energía creativa, y el personaje recuerda a esos héroes malditos cuyo destino parece ser la lucha.

The Hurt Locker: Jeremy Renner puede hacer varias cosas a la vez

La película de Bigelow, que ha sido comparada a Aliens de James Cameron, su ex-marido, es a primera vista una película de acción. En parte lo es, porque sería inusual no ver al menos una explosión en una película de desarme de bombas. También lo es por los niveles de tensión que gatilla en el espectador, algo en todo caso común a varios otros géneros. Es curioso que la referencia más obvia, a saber que se trate de una película bélica, no acuda inmediatamente a la mente. Supongo que esto puede deberse a cierto debilitamiento del género, o a la asociación del mismo con ciertos y determinados conflictos (las dos Guerras Mundiales, Vietnam). The Hurt Locker no es una meditación sobre el género como lo han sido otras notables películas como Apocalypse Now (1979) o La delgada línea roja (1998), sino algo mucho más modesto.

La película se abre con la cita “El furor de la batalla es una adicción potente, y a veces letal, porque la guerra es una droga”, y lo que sigue es el efecto de esa droga en el personaje de Jeremy Renner, sólido e impenetrable en su interpretación. Bigelow dosifica los episodios de desarme con precisión de médico, generando expectación y hasta síndrome de abstinencia en su audiencia. La culminación del tratamiento son dos escenas de seres humanos convertidos en bombas. Son momentos perturbadores que obligan a preguntar si el cine de acción no genera más violencia que la que retrata. Mi respuesta sería un rotundo no, y la película, con demasiado análisis, puede llevar a concluir que el cine de acción genera patologías (un poco lo que Michael Haneke sugería en Funny Games).

The Messenger: Woody Harrelson y Ben Foster portan malas noticias

The Messenger y Brothers, por su parte, exploran las consecuencias de la guerra, principalmente el daño en los seres humanos involucrados en ella. The Messenger es una película íntima en la que el capitán Tony Stone (Woody Harrelson) y el sargento Will Montgomery (Ben Foster, el chico ángel de X Men III) se encargan de comunicar a los familiares la muerte de los soldados. Si en The Hurt Locker la premisa era que cada episodio de desarme era un baile con la muerte, en The Messenger el punto de partida es que la muerte es un hecho consumado y cada episodio en que se la reporta es un proceso burocrático. Nada de coquetería, pulsiones, incertidumbre. Tony Stone, de hecho, tiene un conjunto de reglas para realizar la labor, reglas que aplica con disciplina prusiana por más que desafíen lo razonable y exigible a un ser humano. En ese universo de reglas el sargento Montgomery, que ya pasó por Iraq, irrumpe con simpatía dispuesto a humanizar su trabajo.

Los episodios de revelación son intensos: sollozos, gritos, insultos, lágrimas, vómitos. También hay cierta ironía, como la chica que se ha casado en secreto con un soldado, y que al llegar los mensajeros su padre pasa del enfado (“¡Te casaste con un loco soldado!”) a la empatía (“Ya bebé, ya”). “Matar al mensajero” es la consigna del personaje de Steve Buscemi, que escupe y aletea como si algo pudiera hacerle recuperar a su hijo. En medio de esa labor ingrata aparece Olivia (Samantha Morton, Synecdoche, El libertino), cuya tranquilidad y resignación hacen casi dudar de la sinceridad de sus emociones. Olivia, que tiene un hijo, lleva su luto con dignidad, y comienza a establecer una amistad con Montgomery. “No toques a los deudos” es una de las reglas de Stone, pero la propia Olivia les da la mano a los mensajeros, y es como si rompiera un hechizo. Cuando Montgomery decide consolar a un viejito dueño de un supermercado, Stone estalla al ser puesta su autoridad en duda. Es difícil pensar en Woody Harrelson como una figura de autoridad institucional. Harrelson si controla es por su presencia, de ahí que su asociación con reglas y códigos de conducta sea, desde un principio, extraña. En el mejor de los casos, él es la regla. The Messenger explora varios de estos aspectos con inteligencia, y logra mucho con medios mínimos. En Rescatando al soldado Ryan hay una famosa escena en que vemos un auto aproximarse a casa de mamá Ryan. Ella cae al suelo, sabiendo que no son buenas noticias. Ese es un aspecto del duelo que The Messenger estira con figuras desquiciadas. Pero también se ocupa de mostrar cómo se puede comenzar a reconstruir desde las cenizas. Esto suena cursi, pero la película no lo es. Al contrario, la sensación es de continua pérdida, y Oren Moverman dirige con austeridad una película que trata más sobre la vida que sobre la muerte.

Brothers: Tobey Maguire con cara de psicópata

Brothers también se concentra en el “qué pasa después de la guerra”. The Deer Hunter (El francotirador, 1978) es la referencia obvia en este asunto. La película de Michael Cimino es una pieza de tres horas que recorre desde los momentos pre-bélicos (una boda rusa, una salida de cacería), hasta los efectos psicológicamente devastadores que la guerra tiene en los soldados (Christopher Walken convertido en un jugador profesional de ruleta rusa). Brothers, en menos de dos horas, efectúa un recorrido similar concentrándose en la experiencia de dos hermanos, Tommy (Jake Gyllenhaal), recién salido de la cárcel, y Sam (Tobey Maguire), que muy pronto irá a Afganistán, donde será dado erróneamente por muerto, mientras Tommy se queda en casa intentando ser útil, por más que parezca un niño grande con escaso vocabulario. Todo esto suena increíblemente yanqui, pero lo cierto es que la película es un remake de otra danesa (Brødre, 2004). La original, dirigida por Susanne Bier, no posee el despliegue melodramático que Jim Sheridan (En el nombre del padre) le ha imprimido a la réplica, pero sí una cierta naturalidad y universalidad que ahora se pierden. Es bastante sorpresivo, por ejemplo, enterarse gracias a la película danesa la cantidad de soldados de ese país que marcharon a Afganistán (más todavía si se considera la población total de Dinamarca). Cuando el Sam danés vuelve cambiado por su experiencia bélica, intuimos que las consecuencias globales de la guerra no ocurren solo en un nivel político, sino también doméstico: el Sam danés se ha vuelto una persona irascible, socialmente dañado. Cuando el Sam de Tobey Maguire regresa con cara de lunático y varios kilos menos, sabemos lo que viene: otro loco más en territorio estadounidense. Lo que en la película de Bier semejaba un gran relato moral de alcance universal, en la película de Sheridan se vuelve, lamentablemente, un problema de patología local.

Esto no es desmerecer los méritos de una película que provoca en el espectador emociones fuertes. En la mejor tradición del drama psicológico, Sheridan desarrolla un triángulo entre los hermanos y la mujer de Sam (Natalie Portman), presentada mucho más inocentemente que su par danesa. Sheridan también cambia la violencia física por violencia psicológica, generando un momento de tensión exquisito, en una versión expandida de una escena que en el original era mucho menos efectiva: en medio de una cena familiar una de las hijas del matrimonio (una impresionante Bailee Madison), termina de envenenar el pozo de la paz familiar. Brothers está en la línea de In the Valley of Elah (2007) al sugerir que hay algo podrido en los Estados Unidos, que los valores han sido trastocados, y que la transformación operada por la guerra aliena a las personas de sus roles cotidianos. Brothers, eso sí, intenta ser más optimista, lo que a duras penas llega a ser creíble cuando los colores del invierno ofrecen un panorama yermo de la vida diaria.