Terminó el Festival Internacional de Teatro Santiago a Mil, y uno puede sacar múltiples conclusiones. A ocho años del bicentenario, me parece interesante una, referida a la selección llamada "200 años del teatro chileno". En ella se ofrecieron diecisiete montajes de obras representativas de nuestra dramaturgia. En muchos casos, se intentó reproducir la puesta original. No se trataba de reproducir la estética de la puesta, sino de manera bastante explícita revivir el montaje. Ese fue el caso de Lindo país esquina con vista al mar que, a juzgar por las fotografías de época, se reprodujo de forma bastante fiel. No tengo demasiado que decir respecto a esa propuesta, que en el caso de Lindo país... funciona por el carácter bastante simple de los elementos escenográficos. Sin embargo, y como este es un blog en parte sobre ópera, no pude evitar recordar la práctica del Teatro de la Corte de Drottningholm, que revivió durante algún tiempo los montajes originales de las óperas de Mozart. Sí: pura maquinería dieciochesca, puro telón pintado, y mucho, muchísimo extrañamiento. Por fortuna, los montajes revividos en el Festival no son tan añejos, y algunos gozan de cierta atemporalidad, pero el resultado, me parece, tiende a explotar un espíritu nostálgico, casi arqueológico, que no siempre se encontraba justificado. Montar montajes en vez de montar obras no puede ser el horizonte de una muestra de lo mejor del teatro chileno.
Hubo, sin embargo, un gran acierto en la idea de reproducción de un montaje, y esa fue la propuesta de Guillermo Calderón para Los que van quedando en el camino de Isidora Aguirre. He aquí una idea que cualquier fanático de la música barroca puede comprender a la perfección. Cuando el movimiento originalista en música comenzó a mellar las interpretaciones con instrumentos modernos, muchas de las objeciones apuntaron al celo con que sus mejores representantes resguardaban la práctica. ¿Vale la pena tocar con instrumentos de afinación irregular cuando hoy disponemos de otros mucho más precisos? ¿Era la intención del compositor que su música se tocara con esos instrumentos, o más bien que se tocara de la mejor forma? Hoy, después de varias décadas, nos hemos dado cuenta que muchas veces los guardianes de las interpretaciones originales han terminado por arruinar muchas piezas. Peter Kivy dedicó un extraordinario libro, Authenticities, a todo este asunto, y uno realmente aprecia que una voz pluralista se exprese con rigor e imaginación sobre un tema que, en principio, parece aburrido. Kivy ofreció un argumento respecto a una forma de autenticidad, la autenticidad como sonido, y distinguió entre "autenticidad sónica", a saber reproducir la misma alteración física del medio que la ocurrida en el estreno de una pieza, y "autenticidad sensible" (sensible authenticity) o "autenticidad intencional", es decir la reproducción de aquello que fue conscientemente oído por el auditor, el "objeto intencional" de su audición. La diferencia entre apuntar a una o a la otra equivale a querer reproducir una interpretación (la del estreno) o querer instanciar la obra (traerla al mundo, representarla).
¿Qué tiene que ver todo esto con la puesta de Calderón? Calderón representó la obra de Aguirre en el ex Congreso Nacional, y lo hizo sin escenografía (o si se quiere, utilizando la sala como escenografía) y con un elenco compuesto por actores viejos. Uno de ellos, Regildo Castro, de hecho tomó parte en el estreno de la obra, en 1969. La situación incluso puede llegar a ser considerada absurda cuando uno se entera que Mario Montilles, de casi 90 años, toma el rol del niño Juanucho. Descrito así, parece un ejercicio posmoderno de desarticulación de una pieza. Pero lo cierto es que el resultado es apabullante. Calderón utiliza un sonido que nos es algo lejano: la forma de declamación de nuestros actores más antiguos; y utiliza ese sonido para representar una pieza igualmente antigua. El logro de Calderón radica en que su intención no es arquelógica. Calderón instanció una pieza de arte con medios antiguos y logró un resultado que es completamente actual, que interpela al espectador, y que posee, además, un mérito estético propio. Calderón pudo haber intentado reproducir físicamente el sonido original, al igual que otras puestas reprodujeron físicamente la escenografía del estreno; en cambio, con un enorme talento, utilizó esos medios para reproducir la obra, y brindar así al espectador un espectáculo de gran nivel. Fue, en el mejor de los sentidos, una interpretación auténtica.
Hubo, sin embargo, un gran acierto en la idea de reproducción de un montaje, y esa fue la propuesta de Guillermo Calderón para Los que van quedando en el camino de Isidora Aguirre. He aquí una idea que cualquier fanático de la música barroca puede comprender a la perfección. Cuando el movimiento originalista en música comenzó a mellar las interpretaciones con instrumentos modernos, muchas de las objeciones apuntaron al celo con que sus mejores representantes resguardaban la práctica. ¿Vale la pena tocar con instrumentos de afinación irregular cuando hoy disponemos de otros mucho más precisos? ¿Era la intención del compositor que su música se tocara con esos instrumentos, o más bien que se tocara de la mejor forma? Hoy, después de varias décadas, nos hemos dado cuenta que muchas veces los guardianes de las interpretaciones originales han terminado por arruinar muchas piezas. Peter Kivy dedicó un extraordinario libro, Authenticities, a todo este asunto, y uno realmente aprecia que una voz pluralista se exprese con rigor e imaginación sobre un tema que, en principio, parece aburrido. Kivy ofreció un argumento respecto a una forma de autenticidad, la autenticidad como sonido, y distinguió entre "autenticidad sónica", a saber reproducir la misma alteración física del medio que la ocurrida en el estreno de una pieza, y "autenticidad sensible" (sensible authenticity) o "autenticidad intencional", es decir la reproducción de aquello que fue conscientemente oído por el auditor, el "objeto intencional" de su audición. La diferencia entre apuntar a una o a la otra equivale a querer reproducir una interpretación (la del estreno) o querer instanciar la obra (traerla al mundo, representarla).
¿Qué tiene que ver todo esto con la puesta de Calderón? Calderón representó la obra de Aguirre en el ex Congreso Nacional, y lo hizo sin escenografía (o si se quiere, utilizando la sala como escenografía) y con un elenco compuesto por actores viejos. Uno de ellos, Regildo Castro, de hecho tomó parte en el estreno de la obra, en 1969. La situación incluso puede llegar a ser considerada absurda cuando uno se entera que Mario Montilles, de casi 90 años, toma el rol del niño Juanucho. Descrito así, parece un ejercicio posmoderno de desarticulación de una pieza. Pero lo cierto es que el resultado es apabullante. Calderón utiliza un sonido que nos es algo lejano: la forma de declamación de nuestros actores más antiguos; y utiliza ese sonido para representar una pieza igualmente antigua. El logro de Calderón radica en que su intención no es arquelógica. Calderón instanció una pieza de arte con medios antiguos y logró un resultado que es completamente actual, que interpela al espectador, y que posee, además, un mérito estético propio. Calderón pudo haber intentado reproducir físicamente el sonido original, al igual que otras puestas reprodujeron físicamente la escenografía del estreno; en cambio, con un enorme talento, utilizó esos medios para reproducir la obra, y brindar así al espectador un espectáculo de gran nivel. Fue, en el mejor de los sentidos, una interpretación auténtica.