martes, 17 de noviembre de 2009

Park, Bakjwi: Sed de vivir

Los vampiros, que yo sepa, no están de moda. Desde su aparición más o menos oficial a partir del cuento de John Polidori a comienzos del siglo XIX, los vampiros se han agregado a la lista de entidades sobrenaturales que habitan el mundo de la ficción. Que hayan películas y series es tan solo una consecuencia del hecho más o menos obvio que los vampiros atraen la imaginación del público. Si es una moda, ha durado por mucho tiempo. Y eso, precisamente, no es una moda.

El revisionismo cinematográfico en materia de vampiros tiene dos ejemplos notables en un par de películas recientes producidas fuera del circuito de Hollywood. La sueca de 2008 Låt den rätte komma in (al castellano como Déjame entrar), descrita por algunos como "lo que Bergman habría hecho de haber dirigido una película de vampiros", reescribió la relación entre un vampiro y su acólito dejando de lado el glamour y la erotización tan comunes en el género. Este año, en Cannes, Park Chan-wook presentó Bakjwi (Thirst o Sed es el título internacional), su particular aporte al imaginario visual de los chupasangres.

Park es conocido principalmente por su "Trilogía de la venganza", un conjunto de películas que incluyen la extraordinaria Oldboy. Es uno de los directores surcoreanos más exitosos, aunque Sed no fue la carta de su país para el Oscar (la elección recayó en Madeo de Bong Joon-ho). Sed parte con una historia de un gordo en un hospital. Él cuenta cómo decidió ceder un pastel esponjoso a dos chicas hambrientas. "¿Cree que Dios recordará eso?" pregunta con ingenuidad al cura que lo asiste. "Recordar es su especialidad" le responde. Él es Sang-hyeon (Song Kang-ho, Memorias de un asesinato), un cura católico que decide viajar a algún lugar de África para inocularse un virus y contribuir a encontrar la cura. En el momento final de la enfermedad, se le realiza una transfusión de sangre que sin embargo no impide que muera. Con la salvedad que al momento inmediatamente posterior vuelve a la vida.

La palabra "vampiro" aparece relativamente tarde en la película. Por lo mismo, es tentador ver ese comienzo como una metáfora del SIDA. Ese camino, hasta cierto punto obvio, se aloja con mayor fuerza en la forma en que Sang-hyeon lidia con su enfermedad. El vampirismo no fue una elección suya, de la misma forma que nadie elige contagiarse el SIDA. La respuesta tradicional a esto ha sido redescribir el asunto: si bien las personas seropositivas no lo eligieron, sí se pusieron en una situación de riesgo en la cual el contagio era posible. Si esto es así, esas personas son responsables de su enfermedad. Por supuesto que esto ha servido para estigmatizar a muchos enfermos de SIDA, y hay en esa forma de hablar algo moralmente torcido e incómodo. Sed solo se involucra tangencialmente con ese asunto, pues el contagio de Sang-hyeon no le es imputable en ninguno de los sentidos anteriores. Y sin embargo, el resto de la película gira en torno a las responsabilidades que implica el tener una enfermedad letal.

La sangre vampirizada mantiene la enfermedad original a raya mientras se alimente de más sangre, lo que desata en él un conflicto. La idea que solamente un cura-vampiro tiene esos escrúpulos es ligeramente absurda, pues la prohibición de matar a otro ser humano está lejos de ser exclusiva de la moral católica. Cuando conoce a Tae-joo (Kim Ok-vin) sí afloran problemas que solo un cura-católico podría tener. Tae-joo vive en una familia donde su presencia es minimizada. Ella le dice a Sang-hyeon que su marido (el ultraexpresivo Shin Ha-kyun, Simpatía por el Sr. Venganza) la golpea, lo que unido a la atracción que ella despierta en él, excita también su deseo de hacer justicia por mano propia. El lazo de afecto que surge entre ellos queda bellamente plasmado en una escena muda en que, en medio de la calle, él se saca sus zapatos, la levanta y la hace que se los calce; una imagen, por lo demás, que recorre varios momentos de la película y que trae a la mente la imagen, literal, de "estar en los zapatos de otro". Ese lazo se instrumentaliza cuando ella descubre su condición y comienza a coquetear con la idea de adquirirla también.

Poco queda al final de las reglas del género de vampiros. Ni ajos, ni crucifijos, ni agua bendita. Mucha sangre y el daño que provoca la luz del sol se mantienen como elementos centrales, esto último permitiéndole a Park rodar con tonos nocturnos y marinos (incluidas unas secuencias oníricas que mezclan lo repulsivo con lo humorístico). Puede que la duración de más de dos horas desanime a algunos. La sensación final es una extraña mezcla de desolación, por haber presenciado una vida cortada muy temprano, pero también de satisfacción, porque se trató de una vida florecida.

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