martes, 29 de diciembre de 2009

Enero y el cine

Como ya es habitual, en enero habrá dos festivales de cine al aire libre: el Festival de Cine Las Condes y el Festival de Cine El Mercurio-Wikén o "Bajo las Estrellas". En total son dieciocho películas, algunas de las cuales llegan demasiado tarde, como la argentina Derecho de familia con el talentosísimo Daniel Hendler, que ya hizo su recorrido por el cable; y otras sencillamente ya pasaron por las salas este 2009. Ese es el caso de cuatro de las exhibidas por el Festival de Cine Las Condes: nuestra querida La nana, la ganadora de Cannes Entre les murs, Gran Torino de Clint Eastwood, y la ya comentada aquí El lector. Al parecer Amelia no logró el impacto que buscaba, y lo más probable es que Hillary Swank se quede sin nominación al Oscar. The Informant! es lo último de Steven Soderbergh (es de esperar que sea mejor que la basura de The Girlfriend Experience), y debiera llegar pronto (aunque...nunca se sabe). Hay tres películas que debieran valer la pena ver como experiencia colectiva en la pantalla grande: The Imaginarium of Doctor Parnassus del cada vez más convencional Terry Gilliam y con la actuación póstuma de Heath Ledger; Taking Woodstock, ya comentada acá; y la maravillosa Synecdoche, dirigida y escrita por Charlie Kaufman, que si no llega dentro del 2010 a los cines, sería un pecado no verla en enero. Away We Go es lo último de Sam Mendes y si te gusta Saturday Night Live, acá hay mucho para disfrutar: Maya Rudolph y John Krasinski como una joven pareja de viaje. Una película liviana que, fuera de la escena de sexo oral con la que empieza, es apta para toda la familia. A Serious Man y An Education son dos imperdibles que llegaran con seguridad a la cartelera normal, lo mismo Mandrill con Marko Zaror, aunque si hay quien no se aguante, esta es la oportunidad para sacarse las ganas. Del resto, solo conozco Two Lovers, de James Gray, el director de Little Odessa y Los dueños de la noche, alguien que vale la pena seguir, y que acá estruja el talento semi-póstumo de Joaquin Phoenix en la que es una de sus mejores interpretaciones. Acá va el listado más ordenado con links para mayores informaciones:

Festival de Cine Las Condes (2-10 de enero)

1. La nana
2. Amelia
3. The Informant!
4. Entre les murs
5. No mires para abajo
6. Gran Torino
7. A un metro de ti
8. Away We Go
9. The reader

Festival de Cine Bajo las Estrellas (6-15 de enero)

1. The Imaginarium of Doctor Parnassus
2. Mandrill
3. Two Lovers
4. Synecdoche
5. Taking Woodstock
6. Everybody's Fine
7. An Education
8. A Serious Man
9. Derecho de familia

Nota del 1.1.10: De acuerdo a la última informacíon, el total de diez películas del Festival de Cine Bajo las Estrellas se completa sin Mandrill, y con (500) Days of Summer, ya comentada acá, y The Soloist, con Robert Downey JR.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Eastwood, Invictus: El capitán del alma


La historia de Nelson Mandela, como la de su país Sudáfrica, está atravesada por la violencia. El régimen jurídico de segregación racial conocido como apartheid provocó heridas cuya reparación parece difícil imaginar. Mandela, que pasó veintisiete años en prisión, se erigió no solo como el primer presidente de la nueva Sudáfrica, sino como un símbolo internacional de lo que puede llegar a significar la reconciliación. El 2010 Sudáfrica será la sede de la Copa Mundial de Fútbol, y este año han habido importantes contribuciones cinematográficas desde y sobre la región que hacen pensar de forma inevitable en una película sobre el carismático líder sudafricano.

Clint Eastwood, que con casi ochenta años mantiene un ritmo creativo ejemplar, llevó a la pantalla una adaptación del libro de John Carlin, Playing the Enemy (hay traducción castellana en Seix Barral como El factor humano), el cual reconstruye el camino hacia la final de la Copa Mundial de Rugby de 1995, cuya sede fue Sudáfrica. El impulso principal provino de Morgan Freeman, que durante años mantuvo la firme determinación de interpretar a Mandela en la pantalla grande (elección bendecida por el propio deseo de Mandela al ser consultado sobre quién debería interpretarlo). La selección de ese material no es obvia. Después de todo, lo que cualquiera persona con una mínima sensibilidad histórica sabe es que Sudáfrica es una nación que ha conocido el sufrimiento de la discriminación, la violación de los derechos de sus propios ciudadanos, y la gestación de un resentimiento por parte de quienes fueron las víctimas. “Verdad y justicia” fue la consigna para la nueva Sudáfrica, no “Juego y diversión”.

Limando asperezas en el estadio.

El episodio es, sin embargo, históricamente veraz. Cuando Freeman fue a hablar con Mandela para comunicarle que por fin había encontrado el episodio adecuado para llevar a la pantalla su historia, Mandela, suponemos con parsimonia, habría respondido: “Ah, la Copa Mundial.” Esto no quiere decir que esa sola historia encierre como un camafeo la agitada vida del líder. Tan solo indica que, como material, se prestaba idóneo para su forja cinematográfica. Esto no necesita de demasiada justificación: el episodio muestra los esfuerzos de Mandela por unir una nación en la cual durante mucho tiempo la diferencia entre negros y blancos justificaba un tratamiento legal y social diferenciado. Una herramienta para lograr al menos un acercamiento entre ambos sectores era evitar que la discriminación se volcara ahora sobre los blancos. La retribución no era el camino que Mandela deseaba instalar, y para ello se requería alguna instancia de igualación, o al menos de hermanación moméntanea para hacer notar que, después de todo, las diferencias no obstaculizan la comunión en torno a un interés compartido.

Todo lo anterior puede ser cierto e históricamente preciso, pero no por ello la elección me sigue pareciendo poco obvia. O quizá: la elección me parece, al menos, irónica. El rugby es uno de los tantos deportes que no comprendo, pero sí soy capaz de apreciar el despliegue de violencia que involucra. De hecho, en uno de esos libros que ahora abundan, Football and Philosophy, uno de los capítulos está dedicado precisamente a si los jugadores de fútbol (“fútbol americano” para los hablantes castellanos) pueden ser buenas personas. No sé si Matt Damon será una buena persona, pero al menos lo parece. Matt Damon interpreta a François Pienaar, el capitán del equipo sudafricano de rugby, y de hecho, luce como una persona decente. No me interesa preguntar por qué una persona decente está interesada en pasar buena parte de su tiempo productivo chocando como si fuera un bulto con otros hombres. Supongo que tienen sus razones. Lo que me parece simplemente irónico es que uno de los deportes más violentos que existen sea el eje de una historia sobre el poder de un líder carismático, un horizonte de reconciliación, y el perdón de las víctimas.

Matt Damon (derecha) concentrado en el juego.

Clint Eastwood brinda una ejecución impecable, aunque no apasionada, de esa historia, y nos sumerge en un mundo masculino donde la vulgaridad de la ética espartana de los jugadores es armonizada con unas canciones de sabor africano (la música corre a cargo de uno de los hijos de Eastwood). Sin duda el cénit de la pausada construcción que Eastwood desarrolla en algo más de dos horas es el partido final. Hay bastante que comentar de ese momento, casi de cine mudo, donde desde los himnos nacionales hasta el pitazo final están marcados con precisión de artesano. Uno puede no gustar del talento de Eastwood por muchas razones, pero esa escena está bien hecha. Incluso la exasperante cámara lenta, tan recurrida para generar tensión, presta aquí un favor estético, al mostrar la masa muscular de los jugadores aglomerándose en torno a lo que podría ser la esencia misma de los gladiadores clásicos. Y esto vale incluso para el momento en que Matt Damon coloca su mano en la nalga de uno de sus compañeros. En cámara lenta, es como si acomodara un saco de papas. La imagen es primitiva, intensa, y exuda lo que los posmodernos llaman “nuda vida”. Leni Riefenstahl: renace y muere de envidia.

El nombre de la película, “Invictus”, deriva de un poema de William Ernest Henley (pueden ver aquí a Alan Bates recitándolo), el cual tiene una cierta presencia a lo largo de la película. Antes de verla, pensé que “Invictus” se refería al equipo, “jamás vencido” es decir “invicto”, lo que en cierta medida es una posibilidad interpretativa. A decir verdad, el título intenta aludir a Mandela, quien a pesar de haber soportado largo tiempo en prisión, emergió sin ser derrotado. En prisión tenía el poema, y en la película de hecho, en un momento demasiado cursi, lo escribe y lo entrega a Pienaar. Los dos últimos versos del poema son: “Soy el amo de mi destino | Soy el capitán de mi alma.” Una vieja tradición de pensamiento político vio a la ciudad como un ente vivo, en el cual diferentes grupos cumplían las funciones propias de un cuerpo. Uno puede leer esos versos enfocándose en el aspecto individual de la resistencia y el renacer personales, un poco como otra película sobre deportistas (The Damned United, 2009) hace al enfocarse en el carácter de un entrenador de fútbol. El tratamiento de Eastwood no es ese, pues él prefirió contar una historia colectiva, la de una nación, cuyo capitán, o al menos timonel, fue un hombre extraordinario. Y sin embargo, ese verso, sigue pareciendo referido a un solo individuo, el noble y deificante Morgan Freeman, cuando aparece por última vez en la película, cerrándola. Es inevitable: Eastwood es el solitario por excelencia.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Lee, Taking Woodstock: Lo comido, lo bailado, lo fumado

Demetri Martin (al centro) es todo amor y paz.

El Festival de Woodstock fue registrado en un famoso documental (Woodstock, 1970) y múltiples programas televisivos se han encargado de difundir la leyenda del festival de "tres días de paz y música". Ang Lee (Brokeback Mountain) tomó el camino paralelo, a saber el de la ficción, y filmó una película en la que se recrea la preparación, ejecución y epílogo del Festival. Todo eso, sin mostrar una sola imagen de archivo.

Es, sobra decirlo, una apuesta legítima en la cual poco importa si los personajes son de hecho históricamente precisos (por lo visto, intentan serlo). Elliot Teichberg, o "Tiber" como él prefiere (un sólido Demetri Martin), es un chico que vive en Nueva York, donde intenta emprender el vuelo como diseñador de interiores (esto debiera bastar para sacar algunas conclusiones). Sus padres administran un desastroso hotel, ligeramente asqueroso e incómodo. Mamá Teichberg (una exagerada Imelda Staunton, Vera Drake) grita y rebuzna todo el día, con lo que no cuesta imaginarse el porqué el hotel apenas anda. Elliot intenta salvar el negocio familiar montando un espectáculo artístico, algo así como una audición pública de vinilos, y obtiene el permiso administrativo para hacerlo. Cuando se entera que los organizadores de un multitudinario festival musical tienen problemas para concretar el lugar del mismo...ocurre lo que ocurre: el Festival de Woodstock.

El resto es una narrativa cómica de organización, desencuentros, despertar sexual, reconciliación familiar, y un largo etcétera de viñetas humanas. La comedia ha sido siempre el terreno de los iguales, y aquí es bastante notorio cómo carácteres diversos se reúnen en torno a un episodio sencillamente desbocado. Desde la ambición casi repulsiva de mamá Teichberg, hasta la enorme comparsa de hippies que invaden la pantalla, todo es excesivo. ¿Recuerdan esa pelea en el centro comunitario gay de Flawless dónde gritan "¡Llamen unas lesbianas!"? Acá no es necesario: Liev Schreiber es un empático travesti con brazos hercúleos que hará de guardia y consejero sentimental de Elliot; Emile Hirsch (Into the Wild) hace lo suyo como un predecible veterano semi-lunático de Vietnam; y Eugene Levy (American Pie) presta esa cara inolvidable para regatear hasta el último dólar al arrendar su campo, dejando en claro que sí, Woodstock también era un negocio. Lee intenta remarcar esto en varias ocasiones, lo que no siempre resulta muy logrado, en particular por el tono entre frívolo e idealista que Jonathan Groff le imprime a Michael Lang, el organizador del Festival. No es, tampoco, algo que nadie haya pensado o dicho antes.

Probablemente el aspecto que la película intenta solventar mejor es el viaje iniciático que Elliot emprende. No deja de ser curioso, porque la labor que asume no es ni estrictamente infantil (de eso se encargan los hippies), ni puramente negocial (de eso se encarga su madre), es decir no marca un tránsito desde la adolescencia hacia la adultez, o desde una etapa ingenua hacia otra más escéptica del yo. Ni siquiera su despertar sexual llega como un verdadero "despertar", y es difícil (aunque no imposible) imaginar que el chico que quiere ser diseñador de interiores, para decirlo con Almodóvar, no se haya comido una polla antes. Así que lo último que queda es...bueno, drogarse. Elliot, en una escena epifánica, prueba ácido y la pantalla literalmente se ilumina de color. Junto a Kelli Garner (Lars and the Real Girl) y Paul Dano (There Will Be Blood), Elliot se encierra en una furgoneta y tiene una experiencia psicodélica transparente, casi modélica. ¿Y la música? Digamos que cuando Lee decidió no usar ninguna imagen de archivo, se le terminó yendo la guagua con el agua de la tina.

En sus mejores momentos, Taking Woodstock es una comedia familiar del siglo XXI, en el mismo sentido en que TransAmerica y Little Miss Sunshine lo son: ofrece un fresco de la diversidad humana reconciliada gracias a sus diferencias. Cuando lo amargo y lo violento asoman sus narices (en este caso, un grupo de matones que pintan una esvástica en el hotel de los Teichberg), lo hacen casi como un gesto de deferencia hacia un mínimo y sensato realismo. En sus peores momentos, Taking Woodstock se agota en las fórmulas de la comedia tradicional, con la salvedad de transcurrir en Woodstock, y uno se pregunta cuán necesario era esto. ¿Podría haber sido otro lugar? ¿Quizá incluso otro tiempo? Tal vez si se hubiese tratado del Festival de la Sandía habría sido menos mediático, pero tal vez, por lo mismo, un poquito más novedoso.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Herzog, The Bad Lieutenant: Port of Call, New Orleans: Cocaína para el alma

Nicolas Cage siendo malo.

Werner Herzog es un director conocido por su trabajo cinematográfico con el problemático Klaus Kinski y por su veta de documentalista. Alternando ambos géneros, Herzog se ha hecho de un nombre asociado con locura, irracionalidad y excesos. The Bad Lieutenant es (casi) su más reciente película, y hace creer, por su título, que se trata de un remake de la que por los 90 dirigiera Abel Ferrara. Algo de cierto hay en ello, al menos en las etapas tempranas del proyecto, pero el resultado final es independiente de la película con la que comparte parcialmente el nombre.

Herzog ofrece un personaje central, Terence McDonagh, interpretado por Nicolas Cage. McDonagh es el "teniente malo" del título, y Cage se lo jala y bebe todo en la que es, con mucha probabilidad, una de sus actuaciones más excesivas. Con un rostro semejante a una máscara, y un peinado que semeja una peluca, Cage pareciera intentar trepar al sitial del loco Kinski, cuya sola presencia en cámara era capaz de hipnotizar al espectador. Caminando como John Wayne, el "teniente malo" decomisa droga para su propio consumo, roba evidencia (sí, más droga), y hace de la cocaína el pan suyo de cada día. Quizá en los 80 una muestra semejante de talento inhalatorio habría golpeado más al espectador (¿recuerdan el final de Scarface con esas montañas de cocaína?); hoy ese despliegue de supuesta subversión más parece una caricatura. De hecho, como suele ocurrir con mucho del trabajo de Herzog, buena parte de la película es percibida como una parodia del género policial de los excesos, ese que hermana a Harry el sucio con el Jack Bauer de 24, y que hace que los atormentados detectives del cine noir parezcan solamente alcohólicos con problemas existenciales.

El espacio en el que se mueve el tenienete McDonagh es la Nueva Orleans posterior al desastre del Huracán Katrina. En esa aparente tierra de nadie, un asesinato de una familia se convierte en la empresa redentoria de McDonagh, solo que en la búsqueda de los asesinos se amenaza a abuelitas, se le roba droga a adictos, y se tienen alucinaciones de iguanas. Una prostituta amiga, Frankie (Eva Mendes), se convierte en el puerto de descanso del psicodélico teniente, y uno se pregunta si acaso una película de policías corruptos sería lo mismo sin una prostituta con el alma impoluta. Es difícil convencerse de la honestidad del resto de los personajes en cuanto personajes: papá McDonagh y madrasta McDonagh (Tom Bower y Jennifer Coolidge) no alcanzan a mostrar sus detalles, Val Kilmer pinta con brocha gorda un policía...malo, y el gran Brad Dourif es, casi otra vez, un viejo mala onda-buena onda del bajo mundo.

Los veinte minutos finales de las dos horas de duración son una mezcla de ridiculez y falta de talento argumentativo (simplemente un deus ex machina) que obligan a meditar qué diablos es lo que ocurre en pantalla, cuál es el punto de toda la película, o simplemente evacuar un rotundo "¡Plop!". Uno puede todavía disfrutar la película y reírse de ciertos momentos absurdos como el discurso del hiperventilado McDonagh después de fumar con hambruna una pipa, momento de grandeur operático coronado por una balacera y un bailarín de breakdance. Si no fuera por las serpientes, las iguanas y los cocodrilos, esto sería menos divertido. Pero sigue siendo poco interesante.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Daldry, The reader: Saber y leer

Con algo de retraso se estrenó la semana pasada El lector, la película de Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas) que le valió, entre otros premios, el Oscar por mejor actriz a Kate Winslet. Basada en la novela homónima de Bernhard Schlink, la película recorre casi medio siglo de una historia que involucra a Michael, un quinceañero (David Kross), que en una tarde de lluvia conoce a Hanna Schmitz (Kate Winslet), una fría funcionaria de tranvías con quien traba un romance. La narración cubre desde ese primer encuentro, ocurrido en la Alemania occidental de 1958, hasta el epílogo con un Michael adulto (Ralph Fiennes), en 1995. Las diferentes versiones de Michael (el quinceañero, el estudiante de derecho, el adulto cuyo matrimonio acaba de fracasar, el abogado experimentado) contrastan con la monolítica Hanna (guardia de las SS, funcionaria de tranvías, condenada a cadena perpetua), un personaje que despierta simpatía, a pesar de haber colaborado en la muerte de 300 prisioneras durante un incendio ocurrido después de la evacuación de Auschwitz, en las llamadas "marchas de la muerte". La película ha sido abundantemente reseñada y la recepción fue muy favorable (aunque hay también un espléndido análisis titulado "No le den un Oscar a El lector").

Ciertamente Daldry es un artesano cuidadoso. El primer cuadro, por ejemplo, muestra al Michael adulto sirviendo el desayuno para una mujer con quien ha dormido. El encuadre desde las alturas de su escritorio, la taza y el huevo duro blancos, contrastando con la mesa y el café oscuros, son una forma muy cuidadosa de delinear desde un comienzo al personaje, que pronto aprenderemos parece casi inhábil para las relaciones sentimentales. La frialdad de ese cuadro está en armonía con el estilo forense que poseía la novela de Schlink, un éxito de ventas en varias partes del mundo desde su publicación en 1995. Toda la primera parte de la película, que muestra la iniciación sexual de Michael, es sin embargo un juego muy cálido entre el joven y la mujer adulta. La lectura que Michael hace en voz alta de varios clásicos literarios (la Odisea, Huckleberry Finn, La dama del perrito) se alterna con sus relaciones sexuales. Si la lectura es un acto típicamente solitario, la lectura en voz alta no tiene necesariamente que ser su revés, un acto comunitario. Uno puede sentir cierta incomodidad en esos momentos, como si Hanna no solo disfrutara de la lectura, sino del hecho que le lean. Esto vuelve a ser incómodo, cuando, en medio de los juicios, se relata que Hanna hacía que algunas prisioneras le leyeran, hecho narrado en una forma que primero sugiere que Hanna abusaba de las prisioneras, para luego afirmar que simplemente las hacía leer en voz alta. Es obvio que el acto de Michael era gratuito, mientras que el de las prisioneras respondía al intento por eludir malas consecuencias de la negativa a hacerlo.

La novela de Schlink canalizaba la preocupación alemana de cómo lidiar con el genocidio cometido por los nazis, en particular a medida que los testimonios presenciales se han ido extinguiendo. La película sigue esa línea, y lo logra particularmente con la duplicación de la actriz Lena Olin, primero como Rose Mather, y al final de la película como su hija Ilana, ya crecida, la primera testigo en el juicio contra Hanna y ambas sobrevivientes de Auschwitz. Sin embargo, la película es principalmente la historia de Michael y Hanna, una historia que conmueve y que es fácilmente reducible al cliché del "amor perenne". Daldry es un orfebre, y las lágrimas que saca de su auditorio pueden terminar resultando absolutorias del que, después de todo, es un crimen por omisión. Es un resultado con pérdidas, porque las actuaciones de Fiennes y Winslet, y un largo elenco de actores alemanes encabezados por Bruno Ganz, son de primer nivel; el puerto de llegada, en cambio, es una inestable mezcla de empatía y repulsa por la mujer que aprende de sí misma, pero que también pudo haberse comportado de otra forma en un acto que tuvo consecuencias no solo para ella.


domingo, 6 de diciembre de 2009

[DVD] Mussorgsky, Khovanshchina (2007, München)

Modest Mussorgsky, Khovanshchina. Elenco principal: Doris Soffel (Marfa), John Daszak (Vasily Golitsyn), Klaus Florian Vogt (Andrei Khovansky), Valery Alexejev (Shaklovity), Paata Burchuladze (Iván Khovansky), Anatoli Kotscherga (Dosifey). Coro y Coro Adicional de la Ópera Estatal Bávara, Andrés Máspero (maestro del Coro). Orquesta Estatal Bávara, Kent Nagano (dirección musical). Nationaltheater, München, julio de 2007, Dmitri Tcherniakov (dirección escénica, escenografía y vestuario), Gleb Filshtinsky (iluminación), Karina Fibich (dirección de cámaras). Imagen NTSC 16:9; sonido DD 2.0 y DTS 5.1; subtítulos en alemán, castellano, francés e inglés. 1 DVD (163 minutos) + folleto trilingüe (12 páginas). Medici Arts 2009 (2072428).
“Con una ópera radical de Mussorgsky es suficiente”. Con estas palabras se dice que el Comité Imperial de Ópera habría rechazado en 1883 la ópera póstuma de Modest Mussorgsky. Khovanshchina, traducible como “el asunto de los Khovansky”, ocupó al compositor ruso durante sus últimos ocho años de vida, dejando como resultado una partitura para voz y piano, un cuaderno con el libretto en prosa, y un par de fragmentos orquestados. Rimsky-Korsakov se ocupó de orquestar la pieza, tarea posteriormente asumida por la dupla Stravinsky y Ravel, y Shostakovich. La versión de este último es la que hoy se interpreta, agregándose muchas veces el final de Stravinsky, consistente en el coro de los Viejos Creyentes después del cual simplemente cae el telón, una solución mucho menos optimista que las de Rimsky y Shostakovich. El argumento toma un conflicto ocurrido en la Rusia del joven zar Pedro I, luego “el Grande”, donde tres fuerzas muy distintas manifestaron oposición a las reformas que el gobierno implementaría con posterioridad. Los Khovansky, los Viejos Creyentes liderados por Dosifei, y el príncipe Golitsyn, todos por razones distintas, luchan por inclinar la balanza de poder a su favor. Los argumentos políticos se mezclan con los religiosos en un conjunto que, dramáticamente, es poco amigable al espectador. A pesar de ello, Khovanshchina posee una estructura musical más convencional que Borís Godunov, y es un indicador de la dirección en la que Mussorgsky se estaba moviendo. El final del acto segundo, por ejemplo, hoy nos parece súbito, pero ello se debe a que Mussorgsky habría contemplado cerrar ese acto con un gran quinteto, una forma relativamente clásica comparada con el carácter discursivo de su ópera anterior. Nunca sabremos cuál es la forma que la ópera, o “drama musical del pueblo” como fue bautizada, habría tomado de haberla completado íntegramente Mussorgsky, por lo que toda nueva grabación es una empresa de enorme valor artístico. (Para mayor información sobre esta ópera, puede consultarse aquí un detallado ensayo de Richard Taruskin.)

La producción de 2007 para la Ópera Estatal Bávara fue encargada a Dmitri Tcherniakov, quien en 2006 reemplazara la clásica producción de Evgeny Onegin del Bolshoi, con un resultado disponible hoy en devedé, y que desatara el repudio de Galina Vishnevskaya. Khovanshchina no es el conjunto de escenas románticas que la ópera de Tchaikovsky tan bien representa, sino un grupo de cuadros más o menos episódicos sobre la historia de la Rusia zarista. Tcherniakov no intenta unificar la narrativa mediante engarces artificiosos, y el propio escenario se haya dividido en cinco secciones de concreto identificadas con sendos espacios: la plaza roja, y los aposentos del zar, la regente, Khovansky y Golitsyn. Tcherniakov, sorpresivamente, coloca en escena al zar, cuestión impensable en la Rusia decimonónica donde la censura prohibía que cualquier miembro de la dinastía Romanov apareciera en escena. Esa imagen, junto con lo que representa la plaza roja cubierta de bolsas con cadáveres, abre el telón instantes previos a que la orquesta interprete el preludio de la ópera, un dulce amanecer.

El escenario según Tcherniakov

Tcherniakov es un director con dotes interesantes para la ópera, que canaliza de forma efectiva en el manejo del contundente coro y comparsa. La gran escena que cierra el acto cuarto, con una masa de gente moviéndose de la alegría a la violencia, es un logro en el siempre enredoso control de grupos humanos. La dirección de solistas es también cuidada, pero la sensación final es que el resultado queda un poco coartado por el material dramático y por las dotes del cantante. En otros momentos, la creatividad parece dispararse por las nubes. El caso más radical corresponde al primer cuadro del acto cuarto. La escena es bastante simple: nos encontramos en casa del príncipe Khovansky, quien, para distraerse hace llamar a sus esclavas persas. Lo que sigue es un momento surrealista en el que los criados y dependientes del príncipe comienzan a correr y luego a gatear en torno a él. Khovansky bebe y obliga a otros a beber, mientras los arabescos de la orquesta nos hacen dudar si acaso nosotros no participamos también de la locura. El cierre del cuadro es un momento de humor negro único en la ópera, donde Golitsyn asesina a Khovansky mientras repite el estribillo del coro. Tcherniakov, para no ser menos, hace que una vieja en paños menores dispare al príncipe, quien, como buen villano, se despide haciendo estallar una granada de mano.

Tcherniakov imprime a la ópera una estética de conspiración internacional, donde los señores de la guerra semejan matones de la KGB, y la mística Marfa queda reducida a una rubia sexy con demasiada timidez. Es probable que si el suicidio colectivo final hubiese tomado la forma de una bomba atómica, el resultado habría sido mucho menos satisfactorio. Tcherniakov, sin embargo, opta por retirar el escenario, y dejar al coro solo en escena para los últimos treinta minutos, con una música sencillamente desoladora. Es una práctica algo manipuladora, y algunos abucheos se dejan oír desde el público, pero el balance final es el de un intento arriesgado por radicalizar una ópera más bien estática.

El ballet según Tcherniakov

El elenco vocal está encabezado por dos grandes bajos, Paata Burchuladze y Anatoly Kotscherga. La voz del primero ha perdido color en la zona más grave, sonando un poco metálica, y es muy probable que la grabación tampoco capture con demasiada riqueza el tamaño de su voz, que quien la haya oído en vivo sabe puede llenar fácilmente una sala. Como el vulgar Khovansky, Burchuladze se roba la función, imprimiéndole un aura de mafioso que calza bien con la puesta. Anatoly Kotscherga es un autoritativo Dosifei, bien plantado en el trance del acto final, aunque en varias ocasiones su emisión forte se acerca al grito. El barítono Valery Alexejev como Shaklovity ejecuta con minuciosidad su rol, luciendo su hermoso timbre en el aria del acto tercero, que no se ve incomodada en absoluto por las exigencias nudistas de la puesta. El masculino elenco tiene su contraste en la Marfa de Doris Soffel. La tessitura grave del papel le pone ciertas dificultades a su voz, más de mezzo que de contralto. Es difícil pasar esto inadvertido cuando la emisión del grave es incómoda, y hace que su personaje pierda su aspecto más dominante. Excelente el Golitsyn de John Daszak, tenor británico de abundantes medios, lo mismo el Andrei Khovansky de Klaus Florian Vogt, algo desperdiciado en un rol tan ingrato. Correctísimo el abundante reparto comprimario, en particular el escribano de Ulrich Reß.

La dirección de Kent Nagano es ágil, obteniendo texturas muy transparentes de la Orquesta Estatal Bávara, lo que en una ópera de casi tres horas siempre se agradece. Puede que el resultado sea menos impresionante para quienes estén familiarizados con la versión de Rimsky, orquestalmente más colorida, aunque hay que reconocer que algo de deflacionario tiene el enfoque de Nagano. El Coro es un protagonista más, y Andrés Máspero luce a sus fuerzas en el intenso final coral de Stravinsky. Medici Arts edita la ópera en un solo devedé, lo que hace de esta versión una alternativa más económica a las producciones de Viena (Arthaus Musik) y Barcelona (Opus Arte). No hay ningún bonus, y el breve comentario escrito de Ingrid Zellner cumple su función introductoria, aunque no hay resumen del argumento.