viernes, 19 de febrero de 2010

El Führer del Führer

Misha Aster, La orquesta del Reich. La Filarmónica de Berlín y el nacionalsocialismo (trad. Gabriela Adamo). Buenos Aires: Edhasa, 2009, 280 pp.

"Hitler fue el primero en juzgar a los artistas según sus posturas políticas." ¿Hay algo de malo en ello? Puede que sí. Juzgar el desempeño de un artista con criterios extra-artísticos parece una mala estrategia para llegar a conclusiones razonables acerca de lo que se buscaba juzgar. Es obvio, sin embargo, que los artistas, como cualquier otro ser humano, pueden ser medidos con diferentes varas dependiendo del tipo de investigación que emprendamos. La frase es de Wilhelm Furtwängler y parece advertirnos que música y política, o más sencillamente música y moral, son mundos distintos que no admiten continuidad. Es una advertencia que vale la pena tener en cuenta al leer el detallado libro de Misha Aster, La orquesta del Reich, que desde hace un par de meses está disponible en una traducción de Edhasa. Y vale la pena tomarse en serio la frase de Furtwängler porque si hay algo que Aster no hace en este libro es mancillar el desempeño artístico de la que es una de las mejores orquestas del mundo.

El libro de Aster tiene como horizonte lo que el propio autor describe como "lograr una representación sistemática, basada en datos abarcadores, de la relación entre dos unidades colectivas: la Orquesta Filarmónica de Berlín y el Estado nacionalsocialista". Para ello, Aster ofrece un recorrido no cronológico de la actividad de la Orquesta Filarmónica de Berlín, cubriendo desde el ascenso de Hitler al poder en 1933 hasta el fin de la guerra, con un breve epílogo destinado al panorama inmediato de la posguerra. El lector menos familiarizado con este oscuro período en la historia de la música querrá recurrir a algún otro libro más general y narrativo, y es una lástima que sea este el único actualmente disponible en castellano (hay varios en inglés, a los que el propio Aster hace referencia desde un comienzo). El estilo de Aster es documental, y esto puede frustar al lector que quiera vérselas con una historia de las ideas o algo semejante. Sin embargo, lo que estilísticamente puede ofuscar, recompensa ampliamente en otros niveles, principalmente por la cantidad de información que proporciona. Se trata de un trabajo extremadamente riguroso con fuentes primarias, lo que garantiza información fidedigna y poca moratina. En ese sentido, Aster entrega muchas preguntas a sus lectores, y reserva su juicio para contadas ocasiones.


Nada como la música para estrechar lazos. De izquierda a derecha:
nazi cualquiera, Dr. Joseph Goebbels, Dr. Richard Strauss, otro nazi, Dr. Wilhelm Furtwängler


Desde los orígenes de la Orquesta Filarmónica de Berlín como sociedad de responsabilidad limitada -es decir una donde los músicos eran socios, compartían las ganancias y administraban democráticamenete el rumbo de su institución-, hasta su transformación en un instrumento más de difusión de la ideología nacionalsocialista a través del control ejercido por el Ministro de Educación Popular y Propaganda, el Dr. Joseph Goebbels, Aster da cuenta con precisión de las rencillas al interior del Partido Nazi por hacerse del control de la cultura en Alemania, de la constante tensión existente al intentar satisfacer ideales políticos y artísticos de forma simultánea, del financiamiento (uno de los capítulos más densos, pero necesario), y de la intensa relación artística que la Filarmónica tenía con quien fuera su cabeza oficial y extraoficial, el director Wilhelm Furtwängler. Es él, de hecho, el segundo protagonista del libro.

De Furtwängler y su vínculo con el nazismo se ha dicho de todo. Desde quienes lo condenan por tocar frente al Führer (colgué el video de 19 de abril de 1942, celebrando el cumpleaños de Hitler, al final de esta entrada), hasta quienes alegan que, en rigor, jamás tocó en una celebración oficial del partido (lo que teóricamente es cierto, a pesar que el propio Aster comenta respecto a una función de 1935 la noche previa a la promulgación de las leyes de Núremberg: "Pero este argumento no es válido, ya que la conducción entera del partido estaba ya presente"); entre ambos extremos, todos tenemos una opinión acerca de si su actuación estuvo o no a la altura de las circunstancias. Y quienes no la tengan, pueden comenzar a hacérsela gracias a un texto como este. Furtwängler fue de los pocos directores de gran nivel que permanecieron en Alemania una vez llegado Hitler al poder. Grandes batutas como Otto Klemperer y Bruno Walter, por judíos, y Erich Kleiber, por iniciativa propia, salieron de Alemania y continuaron sus carreras en el extranjero. Es cierto que otros, al igual que Furtwängler, decidieron quedarse: Eugen Jochum (que lo reemplazó cuando se produjo "el caso Hindemith"), Hermann Abendroth (el sucesor de Walter), Karl Böhm (que tomó el lugar de Fritz Busch, acusado de "rojo"), Herbert von Karajan (protegido de Göring). Pero ninguno de ellos poseía la cercanía de aquel con las cúpulas nazis. Un gran mérito del libro de Aster es mostrar cómo Furtwängler defendía a rajatabla su libertad artística frente a las figuras centrales del nazismo. Ese ideal incluía defender a sus músicos judíos (que por cierto, en la Filarmónica, eran solo cuatro). Pero Furtwängler no era Oskar Schindler, y Aster es bastante enfático en sostener que su defensa artística no era una crítica moral al antisemitismo del régimen. La imagen de Furtwängler que emerge del relato es la de un músico absolutamente íntegro, comprometido por completo con los más altos estándares estéticos, imbuido de un espíritu romántico que demandaba que incluso en la más oscura de las noches de la humanidad, la música debía seguir sonando y operando su poder metafísico. Ese es un juicio artístico que, sin embargo, no obsta a una condena moral respecto a su tolerancia pasiva de un régimen inhumano.

Fue bajo la batuta de Furtwängler que la Filarmónica floreció gracias a un régimen estricto de ensayos y excelencia en la elección de sus miembros. No deja de ser interesante constatar que, a diferencia de la Filarmónica de Viena, su par berlinés poseía cerca de un veinte por ciento de integrantes miembros del Partido Nazi. Viena tenía el doble. Es más: el propio Furtwängler no pertenecía el partido, a diferencia de quien luego sería el director vienés por excelencia, Herbert von Karajan, que, como irónicamente recuerda Aster, a falta de un carné, tenía dos. Condenar o alabar moralmente no pasa simplemente por constatar burocráticamente quién es quién en el panorama del bien y del mal. El libro de Aster es un buen ejemplo de lo que puede hacerse con abundante información y análisis. Un volumen de este tipo pide a gritos un índice onomástico, y es de esperar que futuras ediciones lo agreguen. Quienes queden con gusto a poco, pueden ver Taking Sides de Szabó István, película que recorre parte del proceso de desnazificación de Furtwängler, un marmóreo Stellan Skarsgård que hace lo que puede frente al policía malo de Harvey Keitel.


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