En pocos días más concluyen las funciones de Turandot en el Teatro Municipal. Hoy Susan Neves, que está considerablemente más delgada que en su última visita, fue anunciada con resfrío, aunque decidió cantar de todas formas, "para no defraudar al público". Uno se pregunta si esto era necesario dada la existencia del segundo elenco, con una más que solvente Irina Rindzuner en el titular. Como fuere, Neves cantó y el resultado osciló entre lo aceptable y lo olvidable (tuvo varios problemas de respiración que la hacían ir un poco detrás de la orquesta en su aria). Piero Giuliacci y Olga Mykytenko completaban el reparto del que ha sido el título más débil de la actual temporada. En la función de hoy me llamó la atención el tamaño de la espada del verdugo. No es que no lo haya notado antes, pero no había pensado cuán ineficiente resulta para amenazar a Liú en el acto tercero. Una de las premisas de la tortura es ir de a poco incrementando la intensidad del dolor, así como ir de métodos más bien rudimentarios a otros exquisitos. Lo interesante es que el público poco y ningún reparo tiene frente a este alarde de crueldad, y los aplausos que siguen a ese tan poco logrado final de la ópera parecieran olvidar muy rápido que minutos antes los ministros de Turandot aseguraban tener "fierros para abrir los dientes". Una forma de tortura es obligar a la víctima a mirar cómo otros son torturados. Lo curioso es que en la muerte de Liú el efecto en uno es más cercano al placer que a la repulsión, algo muy parecido a la incómoda escena de violación en Perros de paja de Sam Peckinpah, en la que dudamos del placer o dolor de la víctima. ¿Nos tortura Puccini? Algunos estaríamos dispuestos a decir que sí.
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