En los locos años 20 del siglo pasado explotó en Alemania un subgénero de ópera denominado
Zeitoper, ópera del momento. En él se desarrollaban argumentos cuyos escenarios eran los lugares característicos de la vida urbana de esa época: cabarés, estaciones de tren, fábricas, hoteles. A diferencia del verismo, la
Zeitoper no se concentra en la reproducción de las pasiones “tal y como ocurren en la vida”, sino en la utilización de espacios modernos asociados con el progreso económico y tecnológico. La novedad es el eje.
Ernst Krenek (1900-1991) contribuyó con una ópera particularmente popular desde su estreno en 1927:
Jonny spielt auf (“Jonny empieza a tocar”, o más sencillamente “Jonny toca”). En ella, seguimos las aventuras de un violinista negro, el Jonny del título, que se las arregla para hacerse de un violín ajeno. La ópera incorporó elementos del jazz y fue estrenada para Latinoamérica por el
Teatro Colón en 2006. Es la ópera más conocida de
Krenek, aunque representa solo una de las facetas del compositor austríaco-estadounidense.
En el marco del
Festival de Bregenz se montaron en 2008 otras dos de sus óperas: la ligeramente conocida
Karl V y la absolutamente rara
Kehraus um St. Stephan (“El último baile cerca de San Esteban”, que refiere a la catedral vienesa conocida como
Stephansdom).
Kehraus fue compuesta en 1930 y es, como
Jonny, una
Zeitoper. En la Viena posterior a la Gran Guerra vemos como Othmar Brandstetter intenta suicidarse. Es rescatado por Sebastian Kundrather, quien le ofrece una oportunidad de trabajo en su
Heuriger, una taberna al aire libre típicamente austríaca. Brandstetter está enamorado de Elisabeth, una condesa, también cortejada por el oportunista Alfred Koppreiter. Junto a ellos, desfila una galería de personajes de época: el empresario Herr Kabulke; Moritz Fekete, un enigma camaleónico que termina revolucionando la fábrica de Kabulke; Ferdinand, el hijo políticamente radicalizado de Brandstetter, y Maria, su hermana, que vende fotos eróticas en el mercado negro. Todos ellos ilustran la vida cotidiana de una gran ciudad, incluyendo la inevitable parodia a la ineptitud policial, que da por muerto a Kundrather desde el comienzo.
Kehraus es una pieza de largo aliento (supera las dos horas), que contiene tanto escenas estándares de una ópera (el reencuentro de los amantes, una escena de brindis) como otras que coquetean con el gag y el teatro político. No es de extrañar que la rara mezcla solo haya visto su estreno en 1990. Para los oídos actuales, sin embargo, la música de
Krenek suena fresca y colorida. Con una amplia orquesta, no duda en pintar con colores románticos cuando la situación lo demanda, aunque momentos después los músicos tengan que vérselas con auténtica música de taberna cuando en el final del primer acto irrumpa con toda su sencillez un cuarteto Schrammel (un conjunto de cámara folclórico compuesto variablemente de violines, contraguitarra, clarinete y acordeón. Aquí hay un
ejemplo de cómo suena). Esto puede parecer ingenuo, pero es un gesto significativo si se considera que solo cinco años antes
Alban Berg había hecho lo mismo en la primera escena de taberna de
Wozzeck.
Una escena de Kehraus um St. Stephan Esa pluralidad de estilos de la que
Krenek hace gala en
Jonny y
Kehraus sería suprimida como consecuencia de su posterior decisión de consagrarse al dodecafonismo, la técnica de composición patentada por
Arnold Schoenberg. El panorama musical de los 30 en Alemania está marcado por el nazismo, y ha sido una de las cuestiones más visitadas por la historiografía musical de las últimas décadas (un ejemplo es el recientemente traducido libro de
Aster).
Krenek se iba a transformar en uno de los tantos músicos prohibidos por el régimen nazi (“música degenerada” era la marca a fuego impuesta desde lo alto). La eliminación de
Jonny del repertorio llegó como algo obvio, pero
Krenek también vio afectada una obra comisionada por la Ópera del Estado de Viena, programada para representarse en 1934, cuyo tema central era el rey Carlos I de España, más conocido como Carlos V de Alemania.
Karl V sobrevive en dos versiones: la estrenada en Praga en 1938 (el mismo año que
Krenek huye de Europa), y otra revisada en 1954. Se trata de la primera ópera completamente dodecafónica.
Krenek afirmaría que su adopción de dicha técnica obedecía al deseo de hacer suyo aquello que los tiranos odiaban más, rechazando así por oposición la estética fascista.
Krenek se había referido anteriormente con cierta sorna al atonalismo, gatillando el ácido comentario de
Schoenberg “Krenek solo desea tener putas por oyentes”, por lo que no deja de llamar la atención al auditor el abismo que existe entre sus
Zeitopern y
Karl V.
Karl V ofrece un fresco de la vida del emperador. Al igual que
Honegger haría en su
Juana de Arco a la hoguera (1935), el protagonista tiene un interlocutor religioso, su último confesor el dominico Juan de Regla. Como si se tratara de una película, viajamos por la vida de Carlos hacia atrás y hacia adelante de forma rauda. Vemos a su madre, Juana la loca; a su hermana, Leonor de Austria; y a su prima y posterior mujer, Isabel de Portugal. La vida privada del emperador va siempre unida a su vida política, y pronto afloran los personajes de la
realpolitik del siglo XVI: el rey de Francia, Francisco I; el posterior emperador y hermano de Carlos, Fernando I de Habsburgo; el satán de la Contrarreforma, Martín Lutero; y un pintoresco Solimán el Magnífico, el sultán que sitiara Viena. El material es abundante, y a ratos es fácil perderse en medio de una trama llena de datos y referencias históricas. La denominación que
Krenek le dio a su ópera es la de “obra escénica con música”, lo que unido a su tratamiento episódico, los roles hablados y el amplio uso de
Sprechgesang (técnica expresionista que fluctúa entre el canto y el discurso hablado) hacen de
Karl V una experiencia intensa, aunque dramáticamente poco satisfactoria. Uno puede ver la obra como una reflexión sobre el carácter corrosivo del poder, como una advertencia a Europa acerca de los peligros de una personalidad política única como rectora de los destinos, o también como un alegato en favor de la unidad, aquella que el emperador buscaba por medio de la fe católica y en contra de la herejía protestante. En cualquiera de esos casos, un velo de pesimismo impregna la obra que la hace particularmente árida, incluso para quienes disfrutamos del repertorio del siglo XX.
Dietrich Henschel como Carlos V Capriccio editó en dos devedés que se comercializan juntos las dos producciones del
Festival de Bregenz. Para
Kehraus,
Michael Scheidl optó por un escenario negro, sobre el cual diversos lienzos, telones y objetos van armando los diferentes cuadros. Se trata de una puesta en el espíritu del teatro de 1920, con trajes de época, y giros expresionistas como la danza burlona de la muerte. El elenco no tiene a ninguna de las estrellas que hoy pueblan los devedés, pero es un trabajo de gran nivel con el desempeño notable del bajo
Albert Pesendorfer como el tabernero Kundrather, de imponente figura y precioso timbre. Sus hijos son interpretados por
Christian Drescher, que articula con descaro su escritura llana y burlona, y
Andrea Bogner, soprano
soubrette en la línea de las pícaras de opereta con agudos atacados con seguridad.
Roman Sadnik como Brandstetter captura la melancolía del personaje, así como
Sebastian Holecek la ridícula hipocresía de Alfred Koppreiter, su rival.
John Axelrod dirige con soltura la polifacética partitura, que en sus mejores momentos logra capturar el corazón del oyente.
Karl V, en cambio, es un ejercicio de distanciamiento.
Uwe Eric Laufenberg ambientó los dos actos en una sala de clases, con Carlos V como profesor y el resto del reparto como alumnos. Esa idea se dispersa a medida que avanza la pieza, y a ratos las situaciones sencillamente
ocurren en la sala de clases. Como un invitado que equivoca la dirección de una fiesta de disfraces, algunos personajes aparecen en medio de este escenario vestidos de época, mientras otros (Juan de Regla por ejemplo) visten pantaloncillos cortos. El recurso es un sello de ciertas puestas (la más obvia, el
Lohengrin de Konwitschny), y es una lástima que el único devedé de esta densa ópera posea una puesta tan débil. El uso de metraje de la Segunda Guerra Mundial es simplemente manipulativo.
Dietrich Henschel es un gran artista, y lo demuestra nuevamente al ponerse en los zapatos del emperador. A ratos también se los saca: el Carlos de
Henschel deambula descalzo como un peregrino mientras se escenifica una batalla y el coro semeja muertos. La presencia femenina es fuerte, y
Nicola Beller-Carbone es una autoritativa Leonor de Austria, haciendo gala de un instrumento de dimensiones wagnerianas.
Cassandra McConnell intenta ser una Isabel de Portugal comprensiva, pero es difícil en medio de tanta dodecafonía e indicación escénica vacía. Siguiendo la tradición del tenor de carácter,
Matthias Klink y
Hubert Francis tienen a su cargo respectivamente los roles de Francisco de Francia y Fernando de Habsburgo, con un
Klink al límite de sus poderes por la
tessitura extraordinariamente alta del papel.
Moritz Führmann en el rol hablado de Juan de Regla, aquí vestido como escolar, es escasamente efectivo, pero la culpa ciertamente no es de él.
Lothar Koenigs dirigió la Sinfónica de Viena utilizando la partitura original de 1938. Como en otros devedés de este sello, el problema principal no es contar con subtítulos en tan solo tres idiomas, sino la duración y extensión de los mismos: aparecen cuando se inicia la frase, pero desaparecen antes que ella acabe. Y esto ocurre a veces con subtítulos de hasta cuatro líneas. El folleto que acompaña al set tiene poca información, lo que en una obra como
Kehraus es una verdadera pérdida. Si esto fuera
Bohème se disculparía, pero tratándose de una ópera cuyo primer registro es este, se convierte en un gran bemol.