“Con una ópera radical de Mussorgsky es suficiente”. Con estas palabras se dice que el Comité Imperial de Ópera habría rechazado en 1883 la ópera póstuma de
Modest Mussorgsky.
Khovanshchina, traducible como “el asunto de los Khovansky”, ocupó al compositor ruso durante sus últimos ocho años de vida, dejando como resultado una partitura para voz y piano, un cuaderno con el libretto en prosa, y un par de fragmentos orquestados.
Rimsky-Korsakov se ocupó de orquestar la pieza, tarea posteriormente asumida por la dupla
Stravinsky y
Ravel, y
Shostakovich. La versión de este último es la que hoy se interpreta, agregándose muchas veces el final de Stravinsky, consistente en el coro de los Viejos Creyentes después del cual simplemente cae el telón, una solución mucho menos optimista que las de Rimsky y Shostakovich. El argumento toma un conflicto ocurrido en la Rusia del joven zar Pedro I, luego “el Grande”, donde tres fuerzas muy distintas manifestaron oposición a las reformas que el gobierno implementaría con posterioridad. Los Khovansky, los Viejos Creyentes liderados por Dosifei, y el príncipe Golitsyn, todos por razones distintas, luchan por inclinar la balanza de poder a su favor. Los argumentos políticos se mezclan con los religiosos en un conjunto que, dramáticamente, es poco amigable al espectador. A pesar de ello,
Khovanshchina posee una estructura musical más convencional que
Borís Godunov, y es un indicador de la dirección en la que Mussorgsky se estaba moviendo. El final del acto segundo, por ejemplo, hoy nos parece súbito, pero ello se debe a que Mussorgsky habría contemplado cerrar ese acto con un gran quinteto, una forma relativamente clásica comparada con el carácter discursivo de su ópera anterior. Nunca sabremos cuál es la forma que la ópera, o “drama musical del pueblo” como fue bautizada, habría tomado de haberla completado íntegramente Mussorgsky, por lo que toda nueva grabación es una empresa de enorme valor artístico. (Para mayor información sobre esta ópera, puede consultarse
aquí un detallado ensayo de
Richard Taruskin.)
La producción de 2007 para la Ópera Estatal Bávara fue encargada a
Dmitri Tcherniakov, quien en 2006 reemplazara la clásica producción de
Evgeny Onegin del Bolshoi, con un resultado disponible hoy en devedé, y que desatara el repudio de
Galina Vishnevskaya.
Khovanshchina no es el conjunto de escenas románticas que la ópera de
Tchaikovsky tan bien representa, sino un grupo de cuadros más o menos episódicos sobre la historia de la Rusia zarista. Tcherniakov no intenta unificar la narrativa mediante engarces artificiosos, y el propio escenario se haya dividido en cinco secciones de concreto identificadas con sendos espacios: la plaza roja, y los aposentos del zar, la regente, Khovansky y Golitsyn. Tcherniakov, sorpresivamente, coloca en escena al zar, cuestión impensable en la Rusia decimonónica donde la censura prohibía que cualquier miembro de la dinastía Romanov apareciera en escena. Esa imagen, junto con lo que representa la plaza roja cubierta de bolsas con cadáveres, abre el telón instantes previos a que la orquesta interprete el preludio de la ópera, un dulce amanecer.
El escenario según Tcherniakov
Tcherniakov es un director con dotes interesantes para la ópera, que canaliza de forma efectiva en el manejo del contundente coro y comparsa. La gran escena que cierra el acto cuarto, con una masa de gente moviéndose de la alegría a la violencia, es un logro en el siempre enredoso control de grupos humanos. La dirección de solistas es también cuidada, pero la sensación final es que el resultado queda un poco coartado por el material dramático y por las dotes del cantante. En otros momentos, la creatividad parece dispararse por las nubes. El caso más radical corresponde al primer cuadro del acto cuarto. La escena es bastante simple: nos encontramos en casa del príncipe Khovansky, quien, para distraerse hace llamar a sus esclavas persas. Lo que sigue es un momento surrealista en el que los criados y dependientes del príncipe comienzan a correr y luego a gatear en torno a él. Khovansky bebe y obliga a otros a beber, mientras los arabescos de la orquesta nos hacen dudar si acaso nosotros no participamos también de la locura. El cierre del cuadro es un momento de humor negro único en la ópera, donde Golitsyn asesina a Khovansky mientras repite el estribillo del coro. Tcherniakov, para no ser menos, hace que una vieja en paños menores dispare al príncipe, quien, como buen villano, se despide haciendo estallar una granada de mano.
Tcherniakov imprime a la ópera una estética de conspiración internacional, donde los señores de la guerra semejan matones de la KGB, y la mística Marfa queda reducida a una rubia sexy con demasiada timidez. Es probable que si el suicidio colectivo final hubiese tomado la forma de una bomba atómica, el resultado habría sido mucho menos satisfactorio. Tcherniakov, sin embargo, opta por retirar el escenario, y dejar al coro solo en escena para los últimos treinta minutos, con una música sencillamente desoladora. Es una práctica algo manipuladora, y algunos abucheos se dejan oír desde el público, pero el balance final es el de un intento arriesgado por radicalizar una ópera más bien estática.
El ballet según Tcherniakov
El elenco vocal está encabezado por dos grandes bajos,
Paata Burchuladze y
Anatoly Kotscherga. La voz del primero ha perdido color en la zona más grave, sonando un poco metálica, y es muy probable que la grabación tampoco capture con demasiada riqueza el tamaño de su voz, que quien la haya oído en vivo sabe puede llenar fácilmente una sala. Como el vulgar Khovansky, Burchuladze se roba la función, imprimiéndole un aura de mafioso que calza bien con la puesta.
Anatoly Kotscherga es un autoritativo Dosifei, bien plantado en el trance del acto final, aunque en varias ocasiones su emisión forte se acerca al grito. El barítono
Valery Alexejev como Shaklovity ejecuta con minuciosidad su rol, luciendo su hermoso timbre en el aria del acto tercero, que no se ve incomodada en absoluto por las exigencias nudistas de la puesta. El masculino elenco tiene su contraste en la Marfa de
Doris Soffel. La tessitura grave del papel le pone ciertas dificultades a su voz, más de mezzo que de contralto. Es difícil pasar esto inadvertido cuando la emisión del grave es incómoda, y hace que su personaje pierda su aspecto más dominante. Excelente el Golitsyn de
John Daszak, tenor británico de abundantes medios, lo mismo el Andrei Khovansky de
Klaus Florian Vogt, algo desperdiciado en un rol tan ingrato. Correctísimo el abundante reparto comprimario, en particular el escribano de
Ulrich Reß.
La dirección de
Kent Nagano es ágil, obteniendo texturas muy transparentes de la Orquesta Estatal Bávara, lo que en una ópera de casi tres horas siempre se agradece. Puede que el resultado sea menos impresionante para quienes estén familiarizados con la versión de Rimsky, orquestalmente más colorida, aunque hay que reconocer que algo de deflacionario tiene el enfoque de Nagano. El Coro es un protagonista más, y
Andrés Máspero luce a sus fuerzas en el intenso final coral de Stravinsky. Medici Arts edita la ópera en un solo devedé, lo que hace de esta versión una alternativa más económica a las producciones de Viena (Arthaus Musik) y Barcelona (Opus Arte). No hay ningún bonus, y el breve comentario escrito de
Ingrid Zellner cumple su función introductoria, aunque no hay resumen del argumento.